“Te miré de pronto y te empecé a querer / sin imaginarme que podría perder […] Y caí en tus brazos / Tu cara de niña me hizo enloquecer […] Pero fui en tu vida una diversión / Tan sólo un juguete de tu colección.”
En su piso de Madrid, la melodía de Con la misma piedra empezó a sonar con insistencia, y a Isabel se le movió el tapete. No lo pensó más, y deslizando un dedo sobre el iPod dijo con emoción contenida:
–¿Eres tú, Julio?
–Soy Enrique. Perdón… sabía que sólo así atenderías. ¡Me urge hablar con Mario!
–Está durmiendo.
–Porfa, Chavelita…
Con fastidio, la ex consorte del marquesado de Grinón zarandeó a su (posiblemente) última pareja, alcanzándole el teléfono:
–Es para ti. De México...
–¡Joder! ¡Hola, hola! ¡Sí, oigo! ¡Ah… eres tú! ¿Cómo estás?
–Confinado, mano.
–Nosotros igual. ¿Y tu Isabel bien de salud?
–A todo dar y en la cocina, preparando una sopa azteca con chile pasilla. Pero llamaba para agradecer el galardón que me gestionaste.
–¡Hombre! De qué… ¿Cuál de ellos? ¿El de la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio, el de la Fundación Caballero Bonald, el de la Gran Cruz de Isabel la Católica?
–El último, mano, el último. Ese de las Ordenes Militares...
–Tranquilo, Enrique. Cambiaron el nombre y ahora se llaman Órdenes Españolas. El jurado lo preside su alteza real don Pedro de Borbón-Dos Sicilias, jefe del Real Consejo de las Órdenes de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa.
–¡Pero esas pinches órdenes cabalgaron 12 siglos persiguiendo y matando judíos!
–Cálmate… tu venerada Isabel la Católica también era antisemita.
–Mario: a Isabel le lavó el cerebro su confesor, el judío converso Tomás de Torquemada.
–Deja ya de dar lecciones… Todo mundo sabe que eres el historiador más inobjetivo de España y América Latina.
–Qué amable, Mario. ¿Pero en ese jurado hay liberales?
–No lo dudes. Están la condesa de Guisbert Carmen Iglesias Cano, directora de la Real Academia de Historia; el duque de Tetuán y censor de la Real Academia Hugo O’Donell; el marqués Marcelino Oreja Aguirre; el conde de Tepa y gentilhombre de su santidad Manuel Gullón de Oñate…
–¡Qué alivio! Gracias, de veras… Pero ahorita, la nacionalidad española que gracias a ti me confirió nuestro compadre Mariano Rajoy, corre en contra.
–¿Y cuál es el problema? ¡Explícate!
–Mira: creo haberte comentado que me apunté para ser embajador de Washington en México y… ¿quieres creer? ¡El secretario de Estado Anthony Blinken anda preguntando si soy mexicano, español o israelí! ¿Cómo ves?
–Entiendo… ¿Y tú qué te sientes?
–¡Soy cosmopolita y más mexicano que la chingada!
–Si tú lo dices… Lo importante, Enrique, es que sigas dando la batalla contra el populismo del Peje…
–¡Un comunista de derecha!
–¿Cómo? Ayer decías que era un “mesías tropical”, luego “un peligro para México”… ¡Tú sí que eres bueno para la democracia sin adjetivos! ¡Ja! Comunista de derecha… ¡Genial!
–Algo más, Mario: ¿el premio es de sólo 60 mil euros? Porque acá, el Peje me ataca todos los días, y a este paso seremos Venezuela. Además, me ofende diciendo que soy fifí.
–¿Y eso qué es? Vamos… ¡No es grave, Enrique! Los populistas son incorregibles, y estoy parafraseando a Borges cuando se refería a los peronistas. Más grave fue aquel director de Conaculta que te trató de “historiador tartufo” y “escritor mercenario”. Dame tiempo… Quizá el premio de novela iberoamericana que en Perú lleva mi nombre. Son 40 mil dolaritos.
–Yo no escribo novelas, Mario.
–¿Y qué? Cualquier negro de tu revista puede escribirte una. Y ya corto porque me esperan en la embajada de Ecuador para celebrar la nueva victoria sobre el populismo. Ten fe, Enrique.
Mario devolvió el iPod a Isabel, soplándole un beso insinuante. Pero ella dijo: “Ahora no, cariño. Estoy con dolor de cabeza”. Y acomodándose los auriculares, picó en Spotify aquella canción de Julio que la hacía suspirar:
“¡Hey! no vayas presumiendo por ahí / diciendo que no puedo estar sin ti / ¿Tú que sabes de mí? / ¡Hey! que nunca me has querido ya lo ves…”