Reinicio la crónica de mi tourné en busca del agua bendita (como la muy milagrosa que brota del manantial de la virgencita de Lourdes), pero ésta, de marca inglesa (AstraZeneca, envasada en India). Confío en que, comparada con la primera, no se trate de un simple placebo y logre expulsar de mí no sólo los malos espíritus, sino los peores virus.
Llego a mi base asignada (estadio de CU). La primera recepcionista, sonriendo con los ojos (tapadas que estaban su nariz y boca), me asignó a un joven cicerone de nombre Axel de Jesús Nieves Herrera, para que me auxiliara a paliar mis limitaciones físicas, ridículamente llamadas “capacidades diferentes.”
Este joven, asumió en fast-track el juicio de adopción y se hizo cargo de mí, durante la media hora más emotiva que he vivido en este titipuchal de años que ahora me permiten, en estas fechas, ser vacunado. Mientras esperaba mi silla con ruedas, se inició el más vistoso desfile de carritos alegóricos, cuyos orígenes se remontan a las fiestas paganas de Sumeria y Egipto hace 5 mil años. En la entrega pasada les conté que tanto los ocupantes de los pequeños vehículos, como éstos, eran absolutamente diferentes; sin embargo, se me pasó señalar algo esencial: frente a todas las múltiples tipologías que distinguían a los usuarios, ¿cuál era, además de la edad, el signo, la divisa, la insignia que a tan diversos seres humanos no tan sólo los unía, sino que los integraba en un corpus, cuyos sentimientos y emociones, expresados en diversos lenguajes: corporales, gestuales, de atuendo, de risas, comentarios, susurros y hasta un fugaz apapacho, les daba un innegable carácter identitario?
Pienso, sin duda, que se trataba del animus, de las emociones que se les agolpaban a muchos de ellos y hacían crujir su anquilosado sistema de creencias y valores. Por primera vez estaban juntos con los no iguales y ahora resultaban dependientes unos de “los otros”.
De una parte, las expresiones, eran las usuales: agradecimiento a la bondad de Dios, oraciones, plegarias, rogativas, promesas de mejor comportamiento, ofrecimiento de caridades, diezmos y primicias a tiempo o pago de intereses. Y, por supuesto, compromisos, juramentaciones, votos, mandas, sacrificios, propósitos de enmienda. Sin embargo, surgió un nuevo afluente: la gratitud. El reconocimiento imposible de ignorar: Diosito es el que decide, pero, a saber, por qué, ahora su bondad nos llega por medio de nuestro personal de servicio.
Del otro lado, realidades, hechos consumados: “Es nuestro trabajo, para eso estamos aquí, su salud es lo que importa, ¡cuídense!” Los monólogos (como debiera ser siempre), se convirtieron en un diálogo mágico: allí estaban seres por demás diversos y esencialmente iguales, aunque unos dolientes y, los otros, compartiendo no la esperanza, sino la certidumbre. Iba a decir que esas reacciones nos trasmitían calma, tranquilidad, paz, sosiego, pero si me quedo en esa descripción es que no entendí la profundidad, el fondo de ese comportamiento. ¡Claro! La tranquilidad y la confianza plena surgía al momento, pero, lo que yo viví trascendía todo esto. La gente no tenía esperanza, sino seguridad. No se regodeaban con gratos recuerdos, sino con proyectos de porvenir. Su vocación por la vida era la mejor vacuna para seguir.
Al salir, el verbo conjugado no era el pretérito, sino el futuro y, en todo caso, el condicional. Fui a una kermés, a una garden party que me revivió tanto como la vacuna. Todos esos adultos archimayores son algo más que un aferramiento a la vida, son la vida a plenitud.
Dentro de dos días, 14 y 15 de abril, se llevarán cabo actos destinados a conmemorar el primer aniversario del fallecimiento de Ignacio Pichardo Pagaza, de uno de los escasos, muy escasos políticos mexicanos que con el comportamiento permanentemente asumido en las diversas facetas en las que desarrolló su vida, se ganó el respeto, el reconocimiento, la admiración, la adhesión de sus contemporáneos y también de varias generaciones anteriores y posteriores a la suya, que tuvieron la oportunidad de su trato y compañía en la política, la diplomacia, la administración pública o la academia a las que referiré posteriormente. Agradezco muy profundamente a Humberto Lira Mora, la invitación que me formuló para participar con un texto en el libro Testimonios de una vida ejemplar, que congrega las voces de 37 personas que fueron cercanas a Pichardo Pagaza (es decir, inevitablemente sus amigos) y que nos presentan sentidos testimonios del Nacho que cada uno tuvo el privilegio de conocer. Expreso también mi frustración, mi vergüenza por no haber podido entregar en tiempo mi colaboración. No tengo excusa válida, pero sí una razón cierta: hice el intento repetidas veces de escribir mi colaboración y nunca quedé satisfecho con los renglones en los cuales intentaba plasmar lo que desde 1968, representó para mí Ignacio Pichardo Pagaza: lealtad a sus convicciones, dignidad, valor y arrojo para defenderlas ante el poder y la canalla, y no sucumbir jamás a las diarias tentaciones de la capilaridad social, el acrecentamiento del patrimonio personal o familiar.
Una sugerencia: este libro debe ser donado a las bibliotecas públicas del estado. Que los jóvenes mexiquenses tengan una prueba inobjetable de que, para triunfar en las finanzas, el comercio, la industria, la academia, el servicio público o la actividad política, no es un destino inevitable ser un hampón, un expoliador de los bienes estatales o nacionales. Aun cuando los ejemplos en contrario a esta aseveración están a la vista, el ejemplo de la vida de Nacho es argumento incontrastable.
Twitter: @ortiztejeda