En el siglo XX los asuntos energéticos se dirimieron en batallas de proporciones épicas. La propiedad pública o privada de los hidrocarburos o la energía eléctrica eran asuntos de disputa mayor que, a veces, culminaban en victoria contra compañías depredadoras, respaldadas por sus respectivas embajadas y nuestros coloniales medios, pero odiadas por el común de los mortales. Y no hablo de Iberdrola, claro está.
Basta recordar el ambicioso plan Goelró de 1920, que electrificó en tiempo récord la Unión Soviética, la creación en 1933 de la Tennessee Valley Authority, primer proyecto hidroeléctrico público de Estados Unidos, la titánica obra de reconstrucción que la nacionalizada Électricité de France concluyó entre 1946 y 1953 o las expropiaciones –petrolífera y eléctrica– que acometió el Estado mexicano durante las presidencias de Lázaro Cárdenas y Adolfo López Mateos.
De este legado surge la reverberación emocional de muchos mexicanos ante la iniciativa de Ley de la Industria Eléctrica (LIE) que presentó el presidente Andrés Manuel López Obrador en febrero de 2021 y aprobó, semanas después, el Congreso de la Unión.
Tras los amparos que paralizaron el Programa Sectorial de Energía 2020-24, la LIE fue el primer intento de romper la armadura legislativa que erosionó el monopolio natural de la CFE, creó un mercado eléctrico al servicio de los actores privados y obligó al Estado mexicano a subsidiar a sus competidores en una espiral de deuda que pone en riesgo la propia supervivencia de esta paraestatal.
Aunque, de nuevo, se paralizó en los juzgados la reforma de la contrarreforma, el gobierno de México convirtió las modificaciones a una legislación secundaria en un debate estratégico para la nación.
Mientras el frente opositor se atrincheraba en las virtudes salvíficas de las energías limpias en un país de ríos pestilentes y despojo medioambiental, del otro lado se construía una explicación transparente, despojada de tintes apocalípticos, sobre el saldo real de la privatización eléctrica.
Sin negar la importancia de las fuentes renovables, como la hidroeléctrica de propiedad pública, infrautilizada por dar despacho preferente a los particulares, el discurso gubernamental rompió el ciclo propagandístico de las renovables para hacer hincapié en el carácter parasitario del capitalismo verde.
Más de 471 mil millones de pesos en subsidios directos e indirectos contabilizó la Comisión Federal de Electricidad (CFE) como el costo real de parques eólicos y solares si sus dueños tuvieran que pagar la transmisión o el respaldo y carecieran de los privilegios del despacho preferencial, las obligaciones de compra de kilovatios a precios inflados y otras gangas a modo.
A su vez, las explicaciones de la CFE sobre el alto costo de las renovables privadas en México pusieron el reflector sobre un problema mayor. Este ciclo de burbujas –de la eólica marina al hidrógeno verde– depende de programas masivos de financiamiento público que terminan repercutiendo en los bolsillos del consumidor.
El milagro de los recibos baratos nunca llega a suceder. Tampoco en Alemania. Tras más de dos décadas de energiewende, o “cambio energético”, cada año se añaden nuevos recargos a la tarifa de los consumidores cautivos, los cuales aumentan con el cierre de nucleares que, a su vez, refuerza la dependencia del gas natural e incluso del carbón en los días más crudos de invierno.
El talón de Aquiles de la transición energética es que se concibió contra la planificación y el estatismo en una extraña alianza de fundamentalistas de libre mercado, movimientos ecologistas empoderados y especuladores de todo pelaje cuyo único nexo de unión pasa por abjurar de esos “monstruos centralizados” que, al decir de Naomi Klein, deben desaparecer junto a todo intento de volver a la nefasta “nacionalización energética”.
Así es como Greenpeace México apoya, con amparos, los molinos de sangre de La Ventosa, mientras convierte su defensa legal del lobby eólico en una batalla “por la democratización de la energía eléctrica en nuestro país”. Que ni la burla perdonan.
Luego hay que negar que las renovables, excepto la nuclear, son intermitentes, porque si lo dice Manuel Bartlett no puede ser verdad, aunque luego Iberdrola reconozca en su página web que el bombeo hidráulico sirve “para garantizar la estabilidad del sistema eléctrico ante la intermitencia de otras fuentes de energía renovables, como la eólica o la solar fotovoltaica”.
De ese tamaño es el escándalo que la LIE provocó entre la buena sociedad de rentistas y cabilderos que creía dominar la conversación pública. Pero hubo otro efecto colateral en esta batalla incipiente.
La iniciativa presidencial reforzó la idea de que este gobierno no sería otro “comité al servicio de una minoría rapaz”. El tiempo de Iberdrola, o las puertas giratorias entre el cártel español y el Estado mexicano, debía llegar a su fin. Sepultada la LIE en avalancha de amparos, esta escaramuza eléctrica sirvió de cruel recordatorio: sin mayoría parlamentaria, no habrá soberanía energética. Ni reforma constitucional. Pronto sabremos si funcionó el envite. Aunque algo es seguro; esta guerra apenas ha empezado. Y no estaría mal ganarla.
* Periodista. Autor de El cártel español: historia crítica de la reconquista económica de México y América Latina (1898-2008)