De manera cíclica nuestro país acude a las elecciones como si fuera a la guerra. “La madre de todas las batallas”, “elección histórica”, “justa inédita”, suelen ser las palabras que acompañan a las elecciones intermedias. Es un resabio, me atrevo a pensar, de las elecciones de 1997, en las que el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y se pavimentó el camino a la alternancia política en el Poder Ejecutivo.
Las elecciones intermedias son vistas como un referéndum o evaluación de medio término al gobierno en turno. Así se han analizado prácticamente desde 1991, con énfasis en 2003 y 2009, cuando el PRI regresó de una derrota previa. Lo cierto es que las elecciones intermedias son más una expresión local –altamente influida por los candidatos a gobernador y alcalde– que un referéndum. Prueba de ello es que en algunas entidades los partidos en la oposición tienen oportunidad de hacerse con la victoria cuando, a escala nacional, la correlación de fuerzas que emanó de la elección de 2018 se ha movido muy poco (es decir, hoy Morena tiene el respaldo suficiente con el resto de los partidos políticos).
En esa dinámica, las entidades con elección de gobernador tendrán mayor participación que el resto de los estados, en particular en aquéllos donde sólo se vote por los diputados federales. Más aún cuando, de acuerdo con el nuevo paradigma electoral, muchos de ellos buscarán la relección. En teoría, la relección parlamentaria debería construir un vínculo más sólido del representante popular con la comunidad o el distrito que lo elige. Ése fue el espíritu para impulsar dicha modificación a la ley; esta elección es buen momento para comprobarlo.
México se acostumbró por poco más de dos décadas a ver elecciones de tercios. PAN, PRI y PRD alternaron el primero, segundo y tercer lugar en diferentes escenarios electorales, pero la ecuación de terceras partes se mantuvo prácticamente intocada. Será en 2021 la primera vez en muchos años que el partido en el gobierno llegará con una gran ventaja frente al resto de los partidos en la elección de la cámara baja. De hecho, será una elección partida en dos, en la que una mitad está conformada por un bloque opositor de varios partidos, es decir, lo que hace apenas unos años era una encarnizada disputa por obtener 30 por ciento del total, se ha convertido en una aún más dramática contienda por obtener 30 por ciento de la mitad, es decir, 15 por ciento en el mejor escenario por partido. De ese tamaño es la reconfiguración del sistema de partidos que empezó a esbozarse con los cambios electorales de fines de los 70, ganó terreno al PRI a fines de los 80, consumó la alternancia en 2000 y mantuvo una ecuación similar hasta hace tres años.
En esa ruta, vale la pena recordar que después de 1997, después de 2003, de 2009 o 2015, hubo un país lleno de desafíos esperando. Vale recordar que, pasadas las elecciones, hay un México que guarda sus filias y fobias para ponerse a trabajar. Nuestro país saldrá de la justa electoral el 6 de junio, con una pandemia de Covid-19 que aún da coletazos, a pesar de que una sociedad hastiada del encierro, desesperada por la inactividad económica, pareciera querer olvidar que el virus existe y mata. Después de la elección aguarda un país que deberá adaptarse al nuevo paradigma global que supone la llegada de Joe Biden al poder. Tardamos años en entender y adaptarnos a Trump, y hoy debemos volver a cambiar. ¿A qué me refiero?, a la integración económica con Norteamérica, a la puesta en marcha del T-MEC en el plano laboral, a la readhesión de Estados Unidos al Acuerdo de París, así como al delicadísimo equilibrio que exige la relación con China.
Por todo ello, valdría el esfuerzo por imaginar el país que seremos a la mañana siguiente de la elección. Que las animadversiones de hoy no minen la posibilidad de diálogo político mañana. Escuchar al otro, pero en particular al que piensa distinto, enriquece y equilibra posiciones. Hay país después del 6 de junio: ésa ha sido y es la verdadera enseñanza de las elecciones intermedias.