Sarita, hija: te estoy hablando. No me des la espalda ni sigas enojada conmigo. Comprendo que te hayas puesto nerviosa porque me tardé más que otras veces cuando voy a recoger tus medicinas, pero no fue a propósito. Sé que debí llamarte, pero en esos momentos ni se me ocurrió. Actué sin pensarlo, movida por un impulso, un arranque. Te suplico que trates de entenderme, aunque comprendo que no sea fácil: yo misma no alcanzo a explicarme mi comportamiento.
Fue todo muy rápido, se me confunden las cosas, ni siquiera podría decirte cómo o en qué momento entré en el restaurante y me puse a hablar como si alguien me estuviera aconsejando qué decir. Reconocía mi voz y, sin embargo, me costaba trabajo aceptar que fuera yo quien estaba diciéndoles a todas esas personas completamente desconocidas algo que no me había atrevido a confesarle a nadie: “Disculpen que los moleste. Por la pandemia me quedé sin trabajo. Llevo casi un año desempleada. Necesito su ayuda. ¿Podrían facilitarme unas monedas, por favor?”
Nadie se volvió a mirarme; tampoco me escucharon, porque no recibí respuesta a mi llamado. Estaba muy aturdida, no sentía vergüenza, ni molestia ante la indiferencia de las personas que seguían comiendo, platicando, riéndose. Las meseras pasaban junto a mí como si fuera transparente, protegidas con los cubrebocas, cargando charolas llenas de platos, botellas, charolitas con pan.
En el restaurante había mucho ruido y el calor era sofocante. Sin embargo, sentí un frío intenso que me hizo temblar como una hoja. Aunque nadie se diera cuenta procuré controlarme cruzando los brazos sobre el pecho. ¿Me creerás que sentí los latidos de mi corazón?
II
Celebro que no estuvieras allí. Te habrías sentido incómoda, avergonzada al verme en medio de tantas personas extrañas a quienes les estaba revelando la difícil situación por la que atravieso. Quiero que sepas que en ningún momento te usé para conmoverlas, no dije: “tengo una hija con parálisis que todo el tiempo necesita medicinas” ni mucho menos; me atuve a lo indispensable –falta de empleo–, pero mis palabras no interesaron a nadie. Tampoco nadie trató de ponerse en mis zapatos para entender lo que significa perderlo todo de la noche a la mañana, verse sin ingresos ni esperanza de ganarlos a menos que haga lo que hice: olvidarse de la timidez y el pudor, declararse abiertamente derrotado: “disculpen que los moleste. Por la pandemia me quedé sin trabajo. Llevo casi un año desempleada. Necesito su ayuda. ¿Podrían facilitarme unas monedas, por favor?”
Apenas acababa de decirlo cuando se me acercó una mujer de traje sastre y con una red en la cabeza que le abarcaba la frente, para decirme que no podía estar allí. La miré, notó mi desconcierto y me aclaró la situación: “molesta a los comensales. Haga favor de salir”. “No estoy haciendo nada malo”, dije, y ella sólo levantó el brazo para indicarme la salida. Di media vuelta y la mujer caminó detrás de mí para asegurarse de que no me echara para atrás o fuera a armarle un escándalo.
La forma en que salí custodiada llamó la atención de los clientes. Produjo miradas de alarma y comentarios, entre los que alcancé a distinguir la palabra robo. Yo seguí tranquila, con la frente en alto, porque no le había robado nada a nadie, ni siquiera unos segundos de su tiempo. Ya en la puerta, me volví a mirar a mi guardiana y noté en su cara la expresión aliviada y satisfecha de quien cumple con su deber; en su caso, impedir que personas inoportunas como yo alteraran el buen apetito de los comensales hablándoles de una realidad incómoda: “disculpen que los moleste. Por la pandemia me quedé sin trabajo...”
III
Fue fácil escurrirme entre la gente que atestaba la calle. Me dejé arrastrar por su prisa y acabé por hacerme las ilusiones de que también tenía urgencia de llegar a un sitio donde me estaban esperando, como antes, cuando mi jefe me pedía llevarle documentos para firma a su hermano o efectivo a su madre, alérgica a las ratas y a los bancos.
Esos encargos especiales me hacían sentir segura en mi trabajo por ser una persona confiable, dueña de una posición privilegiada dentro de la empresa, aunque en el organigrama ocupara uno de los últimos lugares, pero siempre con la esperanza de ascender.
Sin darme cuenta, estuve caminando un buen rato y hasta me entretuve mirando los aparadores, haciéndome las ilusiones de que estaba eligiéndote un vestido bonito, ligero, alegre. Lo cierto es que temía regresar y no saber qué decirte cuando me preguntaras qué había estado haciendo tanto tiempo fuera de la casa, por qué no te había llamado cuando sé los temores que te asaltan cada vez que me alejo de ti.
Mi actitud me pareció tonta y cobarde. Nada ganaba con retrasar la vuelta a la casa, así que caminé hacia la estación del Metro. Al dar vuelta en Perú vi a un grupo de hombres y mujeres que, a las puertas de una cantina, intercambiaban abrazos y despedidas. Me acerqué y dije nada más: “necesito su ayuda. ¿Tendrían una moneda, por favor?” Una mujer con un ramito de flores en la mano –¿la festejada?– me miró de arriba abajo y me puso en la mano un billete de 50 pesos. Luego, sin darme tiempo de que se lo agradeciera, se alejó de prisa hacia el estacionamiento.
Parada a mitad de la calle, mirando el billete, se me vino a la cabeza el cuento de la hormiguita: “si compro pan, se me acaba; si compro manteca, se me acaba...” Me lo decía mi madre. Recordé que siempre que pasábamos por situaciones difíciles, para alegrarnos a mis hermanos y a mí, compraba una marqueta de chocolate, la disolvía en un jarrito de agua puesto al fuego y nos la daba a beber. Su aroma y la espuma en las tazas eran nuestra felicidad.
Pensando en todo eso, cuando venía de camino a la casa me detuve en la tienda del “Viudo” y compré una tablilla de chocolate. Voy a prepararlo en agua. Su aroma hará que ya no sigas enojada conmigo; a mí, la espuma hará que me olvide de que hoy, por vez primera en mi vida, tuve que mendigar. “Necesito su ayuda. ¿Podrían facilitarme unas monedas, por favor?”