El Perú –con todo y artículo, como lo llaman sus 33 millones de habitantes– vota hoy para renovar presidente y Congreso unicameral de 130 diputados para los próximos cinco años, en unas elecciones generales tan desangeladas que nadie espera un atisbo de renovación sino, cuando mucho, una recomposición del statu quo.
Entre las pocas sorpresas, podría ocurrir un buen desempeño de la izquierda, que se presenta dividida, y de su lideresa más significativa, Verónika Mendoza, de Juntos por el Perú, socióloga cusqueña que fue tercera en las anteriores presidenciales de 2016.
La característica más visible del actual Congreso peruano, reducido a una sola cámara por el ex dictador Fujimori con la Constitución de 1993, es la extrema fragmentación: los 12 partidos actuales, cuyas bancadas tienen entre cuatro y 24 congresistas, van a ser enfrentados por ocho nuevos partidos: en total se presentan 18 candidatos presidenciales y 20 partidos, que la prensa ha tomado el hábito de llamar “vientres de alquiler”. De hecho, la ausencia total de cualquier ideología, con la excepción de una parte de la izquierda –llamada caviar, que es el equivalente de fifí– hace de los partidos una presa fácil –y ofrecida– del mejor postor, cómplices y protagonistas de la degradación política nacional.
Sólo considerando los candidatos a congresistas en estas elecciones, las cifras son claras: en las 475 listas locales, 142 aspirantes son investigados por delitos de corrupción, mientras 215 tienen antecedentes judiciales civiles o penales.
Desde hace tiempo, el Congreso ha sido llamado, no sin razón, Hotel Impunidad. El escritor y político nicaragüense Sergio Ramírez, hablando de elecciones latinoamericanas, escribió en estas mismas páginas: “Y si en Perú hay una crisis de credibilidad política que se ha vuelto crónica, no se debe a elecciones fraudulentas, sino al desprestigio que trae consigo la reiterada corrupción de los electos”.
En efecto, no se necesita de un historiador para ver que desde la dictadura de Alberto Fujimori, iniciada en 1992 y acabada en 2000 vía fax desde Japón, la vida política peruana ha ido reduciendo la función de la clase dirigente a la de mandaderos del capital trasnacional y las grandes corporaciones, contaminando todo el tejido social y demostrando que en el neoliberalismo lo que se filtra hacia abajo, más que desarrollo y bienestar económico como se pretende, son corrupción y mercenarismo.
En los últimos veinte años, la situación se ha deteriorado, también gracias a la aparición en la arena política de Keiko Fujimori, digna heredera de su padre, condenado a 32 años y medio de cárcel por graves violaciones a los derechos humanos.
Se ha hablado mucho de los récords de Perú: tres presidentes en una semana en noviembre pasado, su inclaudicable subordinación a Washington –basta ver la orientación del Grupo de Lima–, su ciego y devastador extractivismo minero, pero el Guinness más relevante es sin duda el de los seis últimos presidentes con graves problemas judiciales y hasta encarcelados o requeridos por la justicia, sobre todo por enriquecimiento ilícito.
Las únicas excepciones a estos tristes finales de mandato han sido el gobierno interino de Valentín Paniagua (noviembre 2000-julio 2001), que supo reinstaurar la legalidad con una acción procesal ejemplar, y la fuga de la justicia de Alan García mediante suicidio, aunque hay quien pone en duda su muerte, hace dos años.
En este proceso de caída al abismo, el aporte final lo da Keiko Fujimori, quien, al ver escapar la presidencia por pocos votos en 2016 –y después de un gasto astronómico de aportaciones ilegales, en parte embolsadas– declaró una guerra tan feroz a la presidencia conquistada por Pedro Pablo Kuczynski que, con su mayoría absoluta en el Congreso, paralizó la actividad legislativa por un quinquenio y obtuvo la renuncia del presidente en menos de dos años.
La asunción del mandato por parte del vicepresidente Martín Vizcarra –un ex-gobernador con un desempeño positivo– en marzo de 2018, no fue buena noticia para la vengativa Keiko, quien quiso continuar ad infinitum su política destructora, sin otro objetivo que humillar y descabezar al presunto enemigo, a estas alturas todo el Ejecutivo, cualquiera que fuese.
Si bien Keiko ha perdido la mayoría absoluta en el Congreso, cuenta con numerosos aliados, tan es así que el 2 de noviembre pasado Martín Vizcarra fue sacado del cargo por el Congreso a cinco meses de las elecciones y en plena pandemia.
Y para tener una idea clara de la saña y mezquindad que alcanza la política en Perú, basta ver cómo los congresistas están tratando a última hora de impedir la candidatura congresal de Martín Vicarra –incluso su participación en la política para los próximos 10 años– por haberse vacunado contra el Covid-19 antes que la ciudadanía.
* Periodista italiano