En una reunión de migrantólogos organizada por Susan Gzesh en la Universidad de Chicago, el antropólogo Armando Bartra planteó, por primera vez, la idea del “derecho a no migrar”. Su propuesta se fundamentaba en el amplio conocimiento que tenía de la realidad mexicana, especialmente del medio rural, que era el que más migrantes generaba.
No migrar es, fundamentalmente, un derecho social de la población en general, de los ciudadanos que tienen derecho a vivir en su país de origen y a exigir condiciones de vida dignas.
El derecho a emigrar es individual, consagrado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos y ratificado por la mayoría de las constituciones nacionales. Sin embargo, a este derecho universal no le corresponde, paradójicamente, el de inmigrar, que está reservado a la discrecionalidad de los estados. Es un derecho que queda trunco o condicionado.
En cambio, el derecho al refugio puede considerarse como individual, pero también social o colectivo. Hoy en día el refugio es prácticamente el único resquicio para ingresar a los países del norte global, que han cerrado los accesos a los migrantes del sur.
Por otra parte, las políticas migratorias restrictivas tienen la peculiaridad de provocar el efecto contrario al esperado. Las limitaciones a la inmigración legal y la intolerancia a la irregular han potenciado las solicitudes de refugio como única vía para acceder a países con mejores condiciones de vida, trabajo y seguridad. Y este efecto búmeran ha llegado al extremo de propiciar la migración infantil y juvenil.
La política migratoria de Estados Unidos, restrictiva, disuasiva y punitiva, provocó el incremento notable de los costos y riesgos del cruce fronterizo clandestino, de tal modo que los migrantes que lograban cruzar la frontera y asentarse en ese país no podían regresar. Se rompió la tradicional circularidad que favorecía la migración laboral entre ambas naciones y que era conveniente para todos.
En la actualidad, 80 por ciento de los migrantes irregulares tienen más de 15 años viviendo y trabajando en Estados Unidos, y al no poder regresar se convirtieron en residentes migrantes indocumentados. En la mayoría de los casos eso implicó la separación de familias, el drama de esposas que tenían que vivir lejos de sus maridos y el de hijos que apenas conocían a sus padres.
La solución al problema fue por la vía informal. Los migrantes beneficiados por la reforma de 1986 empezaron a traer a sus familiares de manera indocumentada, porque por la vía legal el trámite podía demorar décadas. Asimismo, los migrantes irregulares se cansaron de vivir solos y empezaron a traer a su familia nuclear, esposa e hijos. Un resultado visible de este proceso es el caso de los dreamers.
La reunificación familiar se hizo evidente para mexicanos y salvadoreños que llevaban más tiempo en Estados Unidos. Pero no fue el caso de los guatemaltecos y, especialmente, los hondureños, que llegaron después. Hasta que en 2014 los migrantes y las mafias de traficantes aprovecharon el resquicio del refugio y abandonaron la tradicional vía de migración irregular y clandestina.
La manera más rápida y expedita de los grupos familiares para reunificarse fue solicitar refugio, simplemente había que cruzar la línea y entregarse a la migra. Y cuando esa puerta se cerró por la política restrictiva de Trump y las reformas legales para acceder al refugio, sólo quedó como vía de acceso la migración infantil y juvenil.
Los menores de edad no acompañados tienen derecho irrestricto al refugio. Pero también hay que preguntarse si tienen derecho a migrar. Por lo general, las leyes nacionales, restringen el derecho al libre tránsito de los menores de edad no acompañados. Incluso se les restringe ese derecho si sólo van acompañados por uno de los padres. En esos casos hay que pedir permiso a un juez. Sin embargo, donde hipotéticamente sí debería aplicar el derecho a no migrar es en el caso de los menores de edad, que serían muy afectados al vivir separados de su familia.
Habría que preguntarse si la emigración de menores no acompañados va en contra del derecho superior del niño; si los padres tienen el derecho de enviar a sus pequeños a cruzar solos la frontera y solicitar refugio, o de enviarlos a otro país contratando traficantes; si los estados nacionales de origen y de tránsito tienen la obligación de controlar este flujo de migrantes menores de edad no acompañados o acompañados por traficantes; si es correcto que las casas de apoyo acojan, protejan y faciliten el tránsito de migrantes menores no acompañados.
Hay una zona oscura en este proceso, sobre lo cual es necesario reflexionar y discutir. Se ha llegado al colmo de tirar a infantes por la borda, por el muro, como si fueran niños expósitos. Aunque en la mayoría de los casos se trata de reunificación familiar debido, precisamente, a una política migratoria inefectiva, desfasada y desbordada.