La 69 Muestra Internacional de Cine inicia hoy sus funciones en la Cineteca Nacional y como ya es costumbre desde hace varias ediciones, lo hace exhibiendo una película de catálogo; en esta ocasión, la versión restaurada de Ocho y medio ( Otto e mezzo), el clásico moderno de Federico Fellini, de 1963. Si bien es cierto que lo propio de una institución como la Cineteca, encargada de preservar y difundir los acervos fílmicos, es dar a conocer a las nuevas generaciones aquellas películas que en raras ocasiones han podido disfrutar en pantalla grande, el caso de Ocho y medio es especial. Se trata de uno de los momentos claves en la biografía sentimental de muchos cinéfilos. El título, en apariencia enigmático, simplemente alude a los siete largometrajes y a un corto que el director había filmado previamente. Ocho y medio sería, así, una suerte de síntesis y parteaguas en su carrera, y la ocasión de incursionar de modo novedoso en un experimento de introspección relacionado con las dificultades de la creación artística.
El protagonista de la cinta es Guido Anselmi (Marcello Mastroianni), un notorio cineasta italiano, alter ego transparente del propio Fellini. En el proyecto inicial, cuyo título tentativo era La bella confusión, se pensó que ese personaje debía ser un escritor, un novelista confrontado a la angustia de la página en blanco. Esa propuesta del guionista Ennio Flaiano provocó a su vez en el propio Fellini un persistente bloqueo creativo, mismo del que al final se liberará tomando la decisión de hacer de Guido un director de cine. A partir de ese momento la evocación autobiográfica se desboca, incontenible y fantasiosa. En la pantalla se suceden, entremezclados caprichosamente, los recuerdos de infancia, la dificultad de comunicar con el padre, la figura impotente de la madre, la fascinación del niño Guido ante el monumental portento sensual de una vagabunda en la playa, la Sarracena, y las reprimendas de los religiosos en la escuela que le advierten que esa mujer sólo puede ser el diablo. En esa larga zumbullida al perfil sicológico del protagonista se manifiesta con claridad meridiana lo que desde La dulce vida (1960) y hasta las películas siguientes del director, habría de ser una de sus grandes obsesiones: el enigma de la mujer como un personaje exuberante a la vez deseado y profundamente temido. En Ocho y medio esa mujer mostrará tres facetas: la esposa lúcida y desencantada (Anouk Aimée) que tolera sin reparos las infidelidades reiteradas de Guido, o la amante frívola y sensual (Sandra Milo) que con mil artificios procura atizar el apetito sexual del director fatigado, y la confidente comprensiva (Claudia Cardinale), imagen idílica de la pureza femenina, que habrá de ser la conciencia sabia que indicará el camino de salida a la confusión afectiva del cineasta.
De La dulce vida a Ocho y medio el director ha transitado de una afilada crónica social (la descripción de la mundanidad romana y sus crisis existenciales) a una película más intimista cuyo punto central narrativo no es ya una sociedad entera, sino un solo hombre que asiste confuso, casi inerme, al agobio de un proyecto artístico cuyo sentido final y su organización inmediata parecen escapársele por completo. Quienes le rodean (colaboradores, amigos, amantes) intentan rescatarlo de ese marasmo, mientras inclementes paparazzi, productores exigentes, críticos de cine, e incluso jerarcas eclesiásticos, persisten en presionarlo arrinconándolo en su impotencia. Su refugio final será la huida al mundo paralelo de la fantasía y los recuerdos, y es ahí donde el también director de La calle (1954) despliega, de modo formidable, toda su imaginación y su talento. Pocas veces ha sido más fructífera la conjunción de música y fotografía en el cine como en este caso en que la cámara de Gianni di Venanzo brinda, en blanco y negro, las mejores texturas oníricas del cine de Fellini, y donde el compositor Nino Rota ofrece la más emblemática de sus partituras. La influencia de Ocho y medio ha sido poderosa y muy recurrente. Baste señalar títulos como La noche americana (Truffaut), Empieza el espectáculo (Fosse), Recuerdos/Stardust Memories (Woody Allen), entre muchos otros, para apreciar hasta qué punto esta película, tributo enorme a la creación fílmica, no ha perdido, con el paso del tiempo, ni su esplendor ni su vigencia, dos cualidades propias de todo gran clásico.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional. 12 y 17 horas.