En su ensayo sobre el Instituto Federal Electoral, John Ackerman ( Los organismos autónomos en México) analiza sólo sus primeros seis años. Allí consigna la atención internacional que despertó su estructura y funcionamiento. Se lo veía como modelo de gestión democrática especializado en elecciones. Su popularidad lo hizo objeto de rápida fama a raíz de las elecciones federales de 1997, donde el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados.
Su impulso inicial empezó a agotarse en 2003. Pronto, con el fraude electoral de 2006, su desmonetización saltó a la vista. No fue capaz de asegurar la limpieza prometida en sus lemas durante la campaña electoral. Desde entonces, a la población, y específicamente a los electores, vive diciéndoles que la democracia está en el voto. Votar y conquistar la democracia, binomio indisoluble. En 2012 refrendaría el engaño. La democracia no es sólo elegir autoridades periódicamente. Las elecciones no son siquiera la parte sustantiva de la democracia.
A preparar y administrar la elección se ha reducido la institucionalidad del INE. Y a pelear su presupuesto. La democracia es cara, dijo su titular. Al serle reducido tal presupuesto amenazó cobrárselas en las elecciones a la 4T. Lo ha intentado con inexpugnable ánimo de venganza.
De una elección a otra en este siglo, la ausencia de métodos democráticos en los partidos para elegir a sus dirigentes a responsabilidades orgánicas o a candidatos a cargos públicos se ha hecho cada vez más acentuada y hasta grotesca.
En las campañas en curso rumbo al 6 de junio la invalidez política en la mayoría de los candidatos ya suena a escándalo en más de un caso. Pero como eso es, aparentemente, territorio exclusivo de los partidos, el INE no hace otra cosa que palomear o rechazar, incluso en calidad de fiscal, a los candidatos que buscan obtener el registro de este organismo para poder competir en la disputa.
Encabezada por el grupo intelectuales que antes se proclamó abogado de la libertad de expresión, la oposición con alma de derecha ha salido a defender al INE del titular del Ejecutivo federal. Para ello se valió de un acarreo de firmas de políticos y empresarios. ¿Por qué no trabajadores? Las señas clasistas fueron inocultables. Las causas de los trabajadores no encajan con las suyas. Ellos no forman parte de su idea de la democracia.
Entre los fines que le asigna al INE el artículo 105 del Cofipe está el que se refiere a la contribución al “desarrollo de la vida democrática”, así como el de coadyuvar a la difusión de este tipo de cultura.
Con reducir la vida democrática a las elecciones e invertir en publicidad y en algunas ediciones debe sentirse justificado ese instituto. Desde otra mirada que no sea la suya, no puede justificarse en absoluto.
No para inaugurar la democracia en un país con las desigualdades del nuestro, pues la democracia nada tiene que ver con la exclusión de la gran mayoría de la riqueza producida por ella misma; sí para crear condiciones de gestión democrática, empezando por los partidos políticos. Para ello se requiere de un organismo autónomo diferente del INE.
Un organismo así no tendría que intervenir en la vida interna de los partidos. Bastaría con dar seguimiento a sus actividades en lo que hace a sus relaciones entre base y dirección y entre decisiones tomadas en la cúpula por el grupo dirigente, sin una efectiva participación en ellas de su militancia, y las decisiones tomadas colectivamente en su asamblea a partir del debate y mediante métodos democráticos. Y dándoles publicidad. Una suerte de Inegi, aparte de organizar elecciones.
Los partidos, hasta ahora, no educan ni cívica ni políticamente a la población, que sólo los conoce por los rostros de sus candidatos, por sus declaraciones mediáticas o por la actuación de sus miembros cuando éstos ocupan cargos de elección.
La población podría hacer una evaluación adecuada de los partidos fuera de las coyunturas electorales, episodios donde los trucos publicitarios y las gesticulaciones nublan las realidades de su militancia y de la vida partidaria, si tuviera información puntual sobre sus prácticas y los criterios democráticos con que las realizan.
Qué porcentaje de su presupuesto gastan los partidos en formar y capacitar a sus militantes para ser candidatos a algún puesto o cargo; cuánto de ese porcentaje lo utilizan en extensión cívica, social y de defensa de causas populares. Porque, llegado el momento, sus candidatos quieren ser objeto de una gran popularidad, misma que suelen encargarle a los mercatécnicos. En torno a qué debaten los partidos respecto de los grandes problemas nacionales, de los estados y municipios. Qué ideas tienen y de qué manera las difunden sus militantes. Qué iniciativas han tenido aquellos que cumplen responsabilidades públicas.
Saber, de conjunto, qué partidos tienen mayor o menor práctica democrática. Y no conocer a los partidos sólo en temporada de elecciones. De esta pobreza es responsable en buena medida el INE. Remontarla sería el cometido de un instituto nacional democrático.