Su entendimiento del Evangelio llevó a Hans Küng al desarrollo de una teología que clamaba por regresar a la radicalidad de las enseñanzas originales de Jesús. Ha concluido su vida, seguirá resonando su voz.
Por haber cuestionado la infalibilidad del Papa, a Hans Küng le fue retirada el 18 de diciembre de 1979 la licencia para enseñar como teólogo católico. La instancia ejecutora fue la Congregación para la Doctrina de la Fe, sucesora de la Santa Inquisición. La orden para prohibirle a Küng el ministerio de la enseñanza provino del papa Juan Pablo II. Hans Küng rememoró la sanción en su contra: “En el segundo volumen de mis memorias, Verdad controvertida [libro publicado por Editorial Trotta, 2009], demuestro, apoyándome en una extensa documentación, que se trataba de una acción urdida con precisión y en secreto, jurídicamente impugnable, teológicamente infundada y políticamente contraproducente”.
Entre las opiniones de Küng mal vistas por el Vaticano, sobresalió la que sostuvo sobre Lutero y el movimiento de reforma que desató en el siglo XVI. Para él la responsabilidad del cisma recayó más en el autoritarismo de la jerarquía católica que en el teólogo agustino alemán: “Todo el que haya estudiado esta historia no puede albergar dudas de que no fue el reformista Lutero, sino Roma, con su resistencia a las reformas –sus secuaces alemanes (especialmente Johannes Eck)–, la principal responsable de que la controversia sobre la salvación y la reflexión práctica de la Iglesia sobre el Evangelio se convirtiera rápidamente en una controversia diferente sobre la autoridad e infalibilidad del Papa y los concilios […]. La reforma de Lutero fue un cambio mayúsculo del paradigma católico romano medieval, al paradigma evangélico protestante: en teología y en el ámbito eclesiástico, equivalía a un alejamiento del eclesiocentrismo, humano en demasía, de la Iglesia poderosa hacia el cristocentrismo del Evangelio. Más que en otra cuestión, la reforma de Lutero puso el énfasis en la libertad de los cristianos” ( La Iglesia católica, Mondadori, Barcelona, 2002, pp. 168 y 169).
Küng enfrentó con posiciones claras al régimen papal de Juan Pablo II. Igualmente lo hizo con quien le sucedió. En 2010 escribió un corto documento en el cual convocaba a los obispos católicos romanos a dejar de obedecer ciegamente a Benedicto XVI. Küng consideró al papado de Benedicto XVI como una oportunidad perdida, ya que prosiguió con el restauracionismo de Juan Pablo II y alejamiento de las directrices del Concilio Vaticano II. Aseguró que la institución vivía “la peor crisis de credibilidad desde la reforma [protestante]”. No faltó en la misiva el asunto de los escándalos de abusos sexuales contra infantes y adolescentes por parte de sacerdotes. Küng subrayaba que, a la ofensa perpetrada, “para empeorar las cosas, el manejo de estos casos ha dado origen a una crisis de liderazgo sin precedente y a un colapso de la confianza en el liderazgo de la Iglesia”.
En marzo de 2016, en carta dirigida al papa Francisco, Küng reiteró severos cuestionamientos a la autoproclamada supremacía del obispo de Roma y su pretendida infalibilidad (https://elpais.com/elpais/2016/02/26/ opinion/1456503103_530587.html). Nuevamente diagnosticó que el freno para los cambios necesarios en la institución, “el motivo decisivo de la incapacidad de introducir reformas en todos estos planos sigue siendo, hoy como ayer, la doctrina de la infalibilidad del magisterio, que ha deparado a nuestra Iglesia un largo invierno […]. No nos engañemos: sin una re-visión constructiva del dogma de la infalibilidad apenas será posible una verdadera renovación”. Es a la luz de lo anterior que Hans Küng solicita a Francisco que “permita que tenga lugar en nuestra Iglesia una discusión libre, imparcial y desprejuiciada de todas las cuestiones pendientes y reprimidas que tienen que ver con el dogma de la infalibilidad. De este modo se podría regenerar honestamente el problemático legado vaticano de los últimos 150 años y enmendarlo en el sentido de la Sagrada Escritura y de la tradición ecuménica”. Vale recordar que el 18 de julio de 1870 el Concilio Vaticano I definió dos dogmas acerca del Papa (entonces ocupaba la silla Pío IX): la primacía del Papa sobre cada Iglesia nacional y todo cristiano, y el don de la infalibilidad.
En la tarea de señalar el verticalismo eclesial y los excesos resultantes que lo impulsaban, escribió: “Una fe inquebrantable. Y no es una fe en la Iglesia como institución, pues resulta evidente que la Iglesia yerra continuamente, sino una fe en Jesucristo, en su persona y en su causa, que sigue siendo el motivo principal de la tradición eclesial, su liturgia y su teología. A pesar de la decadencia de la Iglesia, Jesucristo nunca se ha perdido. El nombre de Jesucristo es como un ‘hilo dorado’ en el gran tapiz de la historia de la Iglesia. Aunque a menudo el tapiz aparece deshilachado y mugriento, ese hilo vuelve siempre a penetrar en la tela”.