Ha estado de moda, desde que el presidente López Obrador tomó posesión, acusar a su gobierno de polarizar el escenario político. La acusación no viene acompañada de una explicación específica sobre cuál es la carga negativa que ve el acusador, pero se implica que es algo malo, indeseable, o malicioso y terrible. No sabemos tampoco para quién o quiénes así resulta, pero se implica que para “todos”. Se trata de que el ciudadano asuma como propio un valor abstracto y con él repruebe al supuesto responsable: AMLO y su gobierno. En esta época en que la derecha de todas partes inventó la posverdad y el “relato”, siempre listos para su venta en defensa de los intereses de la propia derecha, el tema de la polarización en México es uno más del catálogo de relatos para el mercado.
El tema, no obstante, puede especificarse y volverse más concreto, con propósitos de claridad. ¿Qué es lo contrario de la polarización?, el consenso. ¿Consenso sobre qué? Sobre unas reglas que antes la derecha había escrito, por las cuales, se dice, podemos reconocernos mutuamente como adversarios políticos. Pero, ¿qué ocurre si las correlaciones de fuerza cambian, y continúan las mismas reglas? Sin remedio, son necesarias nuevas reglas. La nueva fuerza dominante comenzará, necesariamente, por impugnarlas. Pondrá en cuestión el statu quo. Y, es claro, no puede hacerlo al gusto de quienes fueron actores y participantes de las reglas vigentes. Esos actores y participantes defenderán la ley. Es decir, las reglas vigentes. La nueva fuerza política no puede hacer más que actuar conforme a la ley, al tiempo que la impugna con todos los medios y formas con que decida hacerlo, en lo que cuentan los procederes y posiciones de sus opositores.
El asunto,desde luego, tiene mucho más fondo. Las reglas establecidas para la “política ciudadana” y sus supuestos representantes políticos, los partidos y las instituciones participantes en esa política, no operan en un vacío social. Nadie puede retroceder o volver la cabeza para otro lado ante la lacerante situación de los millones de parias que pueblan la República, que ahí han estado durante toda la historia, viviendo con unas reglas políticas con las cuales han sido elegidos los gestores de las instituciones que han servido a las clases dominantes y sus mandatarios, a mantener el statu quo. Esta es la polarización que en verdad importa, a quien le importa el pueblo.
¿Qué hace una fuerza que quiere comenzar a superar esa polarización social? Señalar, con toda la fuerza que le sea dada, a los actores y las reglas escritas y no escritas que han sostenido esa polarización social. A ese señalamiento, con todas sus expresiones y giros, los partidos de la derecha llaman polarización política. Pues sí, tienen razón en así llamarla. Pero es una gansada.
Cuando se quiere comenzar a cambiar el rumbo de las cosas, no puede haber consenso. Es un absurdo rematadamente lunático, demandarlo. Lo único que puede haber es disenso. Es lo que tenemos: no cayó como un rayo desde un cielo azul sereno. La brutal polarización social terminó por producir la polarización política. La polarización no puede producirla un solo polo. Al menos son necesarios dos. Nadie puede llamar a escándalo porque el país esté polarizado.
Pero también es preciso avanzar un tanto en la especificación de esa circunstancia. ¿Cuáles reglas son impugnadas por la nueva fuerza dominante? ¿Está en cuestión la sacrosanta propiedad privada? No. ¿La abolición del mercado? No. ¿Se propone un Estado que domine la economía? Tampoco. ¿Alguien propone suprimir la renovación del jefe del Ejecutivo? Por supuesto que no. ¿Alguien plantea como propuesta la relección indefinida? No. Apenas se quiere un gobierno decente, no de ladrones. Una institucionalidad contraria a la estafa en contubernio de privados y políticos. Terminar con el atraco a los recursos públicos. Que la ley se cumpla para todos, por ejemplo, que las personas físicas y morales paguen impuestos. Que los excluidos de la historia reciban apoyos sociales, que son nada, si miramos a los de arriba. Y no hay mucho más. Pero quienes perdieron los privilegios ilimitados han puesto el grito en el cielo, ridículamente. Aunque hay quienes, con la ley en la mano, logran conservar sus privilegios.
Que el Presidente no señale o contradiga a sus adversarios, quieren. El Presidente es seguramente la persona más insultada del país. Y no sólo por la tropa no escolarizada de las redes sociales, donde el tropel de los ultrajes verbales contra el Presidente es aterrador y escalofriante. También “intelectuales”, antes preferidos del Ejecutivo en turno, han dicho que Andrés Manuel es un pendejo. Así está el nivel de quienes se quejan de polarización.
En este país de la pobreza bajuna y la desigualdad implacable y despiadada no puede haber lugar para el consenso. Pudo por fin abrirse paso el disenso, con algún resultado incipiente para los excluidos de la historia. La bandera del pueblo es el disenso.