Los siguientes, son apuntes de un singular acontecimiento que viví apenas el viernes pasado y que, además de haberme estrujado emocional y mentalmente, me ha provocado, quién lo creyera (ni yo mismo), la gana de hacer algo, aunque fuese lo mínimo posible, en favor de quienes viven más allá de mis paredes, mis lazos familiares y vínculos amistosos.
Renuncié al tema que tenía para hoy a fin de intentar platicarles la “crónica de una vacunación anunciada”. Viernes 2 del presente, 3 de la tarde. Con los ojos entrecerrados por un temprano amodorramiento y el sol, que ya cargado al poniente, me pegaba directo, no sabía con exactitud adónde había llegado con la intención de recibir la primera dosis de la vacuna anti-Covid. El primer sentido por el que percibí el territorio al que me adentraba, fue el olfato. Y no es de extrañar: dicen, los que saben lo que dicen, que mientras el gusto reconoce tan sólo cinco sabores esenciales, el olfato percibe más de 10 mil diversos olores. Pues a mí me invadió un aroma extraño. ¿A qué pueden oler la confianza, la tranquilidad, la placidez y no digamos la libertad? Cuando abrí los ojos, el otro sentido, el más poderoso de todos me lo explicó: estaba de regreso en Ciudad Universitaria. Ahí frente al inmenso sombrero charro que es el estadio universitario y que tanto me impresionó en la segunda mitad del siglo pasado que pisé por primera vez CU, este “territorio libre” de la capital (digo, casi siempre), recordé que me gustaba sentarme en el barandal del paso a desnivel y pasar horas pensando si, así como esa hermosa torre (Rectoría), sería “la torre de cristal del pensamiento,” a la que no había orador de la época que no mencionara. Un concurso nacional de oratoria parecía el centro de Manhattan de tantas torres que los jilgueros sacaban a relucir. También me seducía la Biblioteca, esa enorme caja multicolor, como un inmenso regalo navideño al que sólo le faltaba un gigantesco moño. Y en medio de esos edificios, la estatua que se mandó construir el presidente Miguel Alemán que, desde entonces, ya concitaba el generalizado rechazo estudiantil. Años después formé parte de algunos intentos por derribarla, pero los estudiantes de filosofía, políticas o derecho qué íbamos a saber de explosivos, si ni siquiera carrujos que encender había en esos idílicos ayeres.
A mis espaldas, el estadio, sobrio, silencioso durante días, estallaba los fines de semana en una algarabía, en un jolgorio que no siempre terminaba en paz. La rivalidad deportiva auspiciada por las esferas gubernamentales mantuvo al Poli y a la UNAM en una permanente rivalidad. Tuvo que llegar el cruento 68 para que la mitología oficial se desplomara y pumas y burros asumieran que todos ellos estaban en la misma trinchera y que el verdadero enemigo estaba enfrente.
Pues todo esto se me venía a la mente cuando una señorita interrumpió mis recuerdos y fantasías. ¿Vienen a vacunarse?, preguntó. Dada la edad de Mariana y de mi amigo Juan de Aquino, quien desde hace 20 años me asiste en múltiples avatares, le contesté con ligero sarcasmo: los traigo a fuerza para que se vacunen porque les da miedo. Entendió mi intención y me dio un coscorrón: pues póngales el ejemplo y vacúnese usted primero. ¿Camina o prefiere rodar? Axel, llévalos por una silla. Síganme, nos indicó el veinteañero al que me habían encargado. Nos llevó hasta la puerta misma del enorme hangar instalado en el estacionamiento, a un costado del estadio y dijo: aquí esperen para que no tengan que caminar, ahorita traigo la silla. De repente de una de las esquinas de ese enorme hospital de campaña comenzó a aparecer una caravana de pequeños vehículos unipersonales absolutamente diversos en forma, tamaño, colorido, cada uno ocupado por una persona de muy avanzada edad y empujado por otra más joven y fuerte. En los primeros carritos del desfile llegaron dos hombres contrastantes: uno totalmente calvo y con singular parecido nada menos que a don Vladimir Ilich, traía en el regazo un lexicón del que no logré ver el título. Al ver al posterior personaje por poco pierdo la compostura y suelto la risa: era un hombre corpulento de cabello más que abundante y una barba que le llegaba al pecho. Ambos pelambres más en blanco que mi tarjeta del Bienestar. Mi perversa mente de inmediato dedujo: le deben tener tal desconfianza a Putin que prefirieron los riesgos de la AstraZeneca que los de una Sputnik V, con dedicatoria.
Podría seguir con la crónica rosa de este encuentro que me ha cimbrado, emocionado, pero necesito contar lo que sucedió dentro del hangar, las reacciones de los vacunados y el comportamiento de todo personal que nos atendió ese viernes, del que no he dejado de hablar.
Siento que es casi ridículo, absurdo, decirlo, pero ¡quién lo creyera! El maléfico virus, que está pretendiendo acabar con la humanidad, ha comenzado a humanizarnos.