Por necesidad o decisión algunas personas nunca dejaron de estar en movimiento ante el Covid-19. Otras muchas, paso a paso, abandonan ahora el encerramiento que habían aceptado y toman de nuevo la vida en sus manos.
Esta rebelión se asocia en parte con la vacuna. Se considera que protegerá de la infección y permitirá reanudar actividades habituales. Eso parece buscar la mayoría de quienes acuden ansiosamente a vacunarse. También buscan el certificado que permitirá circular sin molestias.
Un número creciente de personas está repensando todo el episodio. Desconfían de la versión oficial, según la cual las políticas públicas sólo buscaban “salvar vidas”. Es obvio que protegían, más que a la gente, a los debilitados sistemas de salud, para que no los desbordara un contagio demasiado rápido. Pero eso no basta para explicar lo que hicieron. Tampoco sería mero error de juicio. Buscaban algo muy distinto de lo que pretendían. Como advirtió Agamben, fue laboratorio de la sociedad de control que están instalando.
Se mantendrá el debate sobre asuntos clave. Para muchos especialistas, era casi imposible evitar el contagio, particularmente si se comprueba que el virus circula también en el agua y los vegetales. Las medidas que se impusieron sólo podrían hacerlo más lento, y causaron inmensos daños de todo tipo, mucho más graves que el contagio mismo, a cualquier ritmo. Fue el remedio peor que la enfermedad.
Hay crecientes pruebas de lo que se supo desde el principio: el contagio apenas afecta a la mayoría de las personas y todas podrían tomar medidas relativamente sencillas para no padecer mayormente o recuperarse bien. Podría darse especial atención al pequeño grupo de personas especialmente vulnerables, reduciendo sustancialmente la muerte entre ellas, como se ha demostrado ya donde se siguió ese camino.
Unas cifras ilustran el argumento. Se han contagiado unos 130 millones de personas en el mundo. Para casi todas ellas el contagio resultó irrelevante. Un pequeño número padeció complicaciones y murieron casi 3 millones, la tercera parte del uno por ciento de la población mundial, cifra muy inferior a la de muchas otras causas de muerte.
La mayoría de quienes murieron, quizá 90 por ciento, tenía padecimientos graves: obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares. Algunos médicos e instituciones prefieren decir que murieron con coronavirus, no de coronavirus. Se entienden así algunas cifras extrañas. En Estados Unidos se han aplicado más pruebas para detectar el contagio que en cualquier otro país y casi la mitad de los estadunidenses han sido vacunados. El hecho de que el país tenga la cuarta parte de los contagios mundiales, con sólo 4 por ciento de la población, puede atribuirse a comportamientos y políticas que hicieron caso omiso del virus. Sin embargo, ¿cómo explicar que esté ahí la quinta parte de los muertos en el mundo, a pesar de contar con un sistema de salud más robusto que el de la mayoría de los países? ¿No será porque es el país con mayor proporción de obesos y una de las más altas tasas de diabetes, condiciones asociadas con su modo de vida?
Reflexiones de esta índole, cada vez más complejas y fascinantes, exigen replantear por completo el asunto. Como hicieron muchas comunidades y barrios, especialmente de pueblos indígenas, lo importante era fortalecer la inmunidad de todas las personas y dar atención especial a las más vulnerables. En vez de encerrarse o paralizarse, había que concentrarse en mejorar las condiciones de vida, especialmente al comer, sanar y habitar. Y cuidar a quienes lo necesitaban. Se explica así que miles de esas comunidades no tengan casos Covid o muestren cifras de casos y muertes muy inferiores a la media nacional o mundial.
Quienes ahora están en movimiento tienen que reinventar su vida cotidiana. Aunque se recuperaron algunos empleos, la mayoría sabe que sus fuentes habituales de ingreso no volverán, que no bastarán los pequeños subsidios que da el gobierno y que no tienen más opción que buscar otro camino.
Buena parte de esas personas saben bien cómo hacerlo. Lo han hecho toda su vida. Es una forma de sobrevivir en su entorno. Lo novedoso es que su constante reinvención corresponde ahora a urgencias generales. Se basan en la contracción de la economía, no en su crecimiento. Hacen más con menos. Aplican el criterio de suficiencia, no el de consumismo. Contra la lógica habitual, podrá irles mejor mientras más se reduzca el producto económico bruto. Quizá sin saberlo, al tiempo que salen delante de sus predicamentos y recuperan formas gozosas y satisfactorias de vivir se ocupan del colapso climático y sociopolítico y del patriarcado. Sólo podemos desafiar a fondo esos colapsos del clima y de las instituciones y el persistente ejercicio patriarcal si actuamos a contrapelo de la lógica de la ganancia y liquidamos el sexismo económico. En eso están allá abajo, lo sepan o no, con alegría, aunque también con dolores y dificultades sin cuento. Por eso son fuente de esperanza y satisfacción hasta para quienes siguen transitando al borde del abismo.