La llamada que Sylvia esperó durante un año y siete meses finalmente llegó. “Vas a cruzar”, le dijo el interlocutor.
Ella no daba crédito. La incertidumbre había sido muy larga, “atorada” en Matamoros, Tamaulipas, estaba en espera de que se revisara su solicitud de asilo en Estados Unidos.
El 19 de marzo de este año, finalmente cruzó el puente fronterizo. Los nervios la dominaban mientras hacía fila y sólo pensaba en volver a abrazar a sus hijos, luego de tanto tiempo de no verlos, refiere.
Igual que miles de migrantes que solicitan asilo en ese país, Sylvia fue adscrita al programa Quédate en México, elaborado por la administración de Donald Trump en enero de 2019, que obligaba a los peticionarios a permanecer en territorio mexicano en espera de la resolución de sus casos.
En enero de este año, el presidente Joe Biden decretó el fin de ese programa y se comprometió a atender a los 25 mil migrantes con casos pendientes. Con el apoyo de la Organización Internacional para las Migraciones, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados y el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, desde el 19 de febrero pasado iniciaron los traslados, que ahora suman 5 mil 85.
En julio de 2019, Sylvia y su pequeña hija salieron de Honduras huyendo de la violencia y la pobreza, asegura. Meses antes lo hicieron su esposo y su hijo. Haberse adelantado permitió que ellos llegaran a California, pero la mujer y su pequeña no tuvieron la misma suerte. Fueron rechazadas y enviadas a México.
En agosto de ese año llegaron al campamento instalado en Matamoros. Los riesgos crecían y en octubre decidió que su pequeña cruzara sola la frontera, narra, pues las autoridades de Estados Unidos no pueden deportar a los menores, sino unirlos con algún familiar que viva en ese país. Un mes después, la niña estaba con su padre en Fresno.
Sylvia aguardó. Su caso fue rechazado por la corte migratoria de ese país y un par de abogados le recomendaron solicitar el refugio en México. Esta no era opción, dice en entrevista telefónica desde Fresno, a donde llegó el 22 de marzo de este año, tres días después de cruzar la frontera.
“Toda la perseverancia y sufrimiento valieron la pena, ya estoy con mi familia. No puedo describir lo que fue encontrarlos de nuevo. La mitad de mi corazón estaba de este lado de la frontera.”
Dice que hará “bien las cosas”. Tramitará un permiso de trabajo y esperará a que la corte analice de nuevo su caso para que en esta ocasión le aprueben el asilo.
“Uno no está pensando dejar su país. Son las condiciones las que nos obligaron a huir. No pretendemos estar aquí eternamente. Deseamos que las condiciones en Honduras cambien para poder regresar. Cuando el futuro de tus hijos está en juego, eres capaz de dejarlo todo atrás”, expresa.
En tanto, Alberto, de 37 años, también de Honduras, fue amenazado de muerte por las pandillas y en enero de 2019 emprendió el viaje hacia el norte. Esperó en México por casi dos años hasta que hace tres semanas cruzó por Tijuana, Baja California.
Está en San Diego, con su hermano. Como su compatriota, en entrevista telefónica, expresa: “Es como despertar después de una larga pesadilla.
“En Honduras me iban a matar, pero en México las cosas no fueron mejores, fui secuestrado. La vida me ha dado una segunda oportunidad y no pienso desaprovecharla”, asegura Alberto.