El pasado fin de semana, miles de personas se manifestaron en diversas ciudades de Reino Unido en protesta por los planes del gobierno de promover una reforma legal que incremente los poderes de la policía y castigue con multas y penas de cárcel a quienes participen en movilizaciones pacíficas que a juicio del Ministerio del Interior resulten “demasiado ruidosas” o “molestas”. La protesta más numerosa tuvo lugar en Bristol y derivó en confrontaciones entre la fuerza pública y un grupo de quejosos que hizo destrozos, con un saldo de 21 agentes del orden heridos y ocho detenidos.
El proyecto de nueva Ley de Seguridad, impulsado por el gobierno de Boris Johnson, ha encendido las alarmas en ámbitos de juristas y de defensa de los derechos humanos, en los que es caracterizada como “alarmante extensión de la capacidad del Estado para controlar el derecho de libre reunión y asamblea”. Al descontento por la iniciativa legal se suma la indignación por la reciente desaparición y homicidio en Londres de la mercadóloga Sarah Everard, de 33 años, quien fue secuestrada y asesinada por un agente de la policía metropolitana de Londres (Met). La corporación reaccionó reprimiendo con dureza la movilización en protesta por el feminicidio –incluso llegó a agredir a periodistas que cubrían la marcha– y recomendando a las mujeres que “por seguridad” permanecieran en casa.
El crimen no sólo hizo surgir a la luz una multiplicidad de episodios de violencia policial en contra de hombres y mujeres por igual, sino que evidenció la misoginia estructural de las fuerzas del orden, que se desentiende de la responsabilidad por la seguridad de las mujeres y que, por otro lado, las dispersa con violencia o les prohíbe que se manifiesten.
Con estos antecedentes, la propuesta planteada por el primer ministro Boris Johnson ha logrado exacerbar el ánimo social en contra de la policía británica. Gran Bretaña no es, desde luego, el único país en el que se ha evidenciado la brutalidad de este cuerpo de seguridad. En Estados Unidos este alarmante fenómeno se traduce en decenas de civiles asesinados sin justificación por las fuerzas del orden, siendo el caso más emblemático el del ciudadano afroestadunidense George Floyd, asesinado el año pasado en Mineápolis por agentes de la policía local, hecho que generó enormes manifestaciones de protesta en diversas ciudades. Hace cosa de una semana, en Tulum, Quintana Roo, se registró el homicidio de la migrante salvadoreña Victoria Salazar a manos de agentes policiales de ese municipio. Por otra parte, en tiempos recientes han dado la vuelta al mundo imágenes que retratan la desmesurada violencia con la que las corporaciones de Chile y de España, entre otros países, agreden a manifestantes pacíficos.
Lo cierto es que, lejos de otorgar mayores poderes legales a las fuerzas del orden, lo que se requiere es establecer mecanismos que aseguren la observancia del Estado de derecho por parte de los empleados públicos encargados de velar por él. La capacitación de las policías en materia de respeto a los derechos humanos y perspectiva de género es una tarea civilizatoria requerida incluso en las naciones que, como Gran Bretaña, se reclaman como máximos exponentes de civilización y respeto a los derechos humanos.