Hace unos 30 años, junto con Graciela Iturbide, participé en el jurado de la Bienal de Fotografía, donde, entre las decenas de portafolios presentados, algunos muy notables, descollaba por encima de todos una serie de Marco Antonio Cruz que exploraba con lucidez tremenda y generosa las figuras de quienes no ven. Una paradoja de la imagen, ver a quien no puede hacerlo. Con frecuencia parecía imitar a los ciegos, con la difuminada luz táctil de un invidente, entre sombras y temblores del ojo que buscar fijar lo que huye de la luz.
Hacia 1990 la gran escuela mexi-cana de fotografía documental no estaba de moda, y aunque voté por él, otros miembros del jurado prefirieron premiar una serie más experimental (tendencia que, junto con las fotos de cadáveres en el servicio forense, predominó en aquella bienal). Graciela lo lamentó, impresionada como estaba por las piezas de Marco Antonio Cruz. Confieso que las llegué a soñar de tanto verlas. Dichas fotos de Marco Antonio se exhibirían hasta el presente siglo, y saldrían como libro en 2011 bajo el título Habitar la oscuridad. Significan un hito paradójico en el trabajo de este “camarista” de placas rotundas, periodísticas, directas, al reverso de la moneda de lo explícito, desde “otra claridad”. Cruz fue parte de la brillante generación de herederos de Héctor García, Nacho López y Walter Reuter: Pedro Valtierra, Antonio Turok, José Ángel Rodríguez, Francisco Mata Rosas, Elsa Medina, y otros más jóvenes como Fabrizio León, Ángeles Torrejón y Eniac Martínez.
Para muchos, el mejor. Lo “artístico” era en él menos evidente que en sus colegas. Fotorreportero nato, no buscaba más de lo que abarcara la vastedad de su mirada (casi Cinemascope). Sus ciegos son una aparente excepción. Busca penetrar lo no-visible para nosotros, en el mood de quienes viven el mundo de la oscuridad, o al menos de la no-forma, en el reverso de esta misma realidad.
En 2009 escribiría Javier Molina respecto a esa serie en estas páginas, al ser expuesta en San Cristóbal de Las Casas: “Para Marco Antonio Cruz no es el medio, el modelo de cámara lo que importa, sino la imagen. Cuando haces un ensayo fotográfico es como pelar una cebolla, capa por capa, hasta llegar al corazón, algo que, a veces, es una labor de muchísimos años”. Marco no ve a los invidentes como Brueghel. No busca moralejas, ni el expresionismo grotesco de los discapacitados, sino que trata de ver con ellos. Vale decir que “imagina” que lo verían, sin por ello dejar de ser documental, realista, objetivo. Se encuentra al otro lado de la lente cerrada de Jorge Luis Borges cuando confiesa que lo rodea
“…una terca neblina luminosa que reduce las cosas a una cosa sin forma ni color. Casi a una idea. La vasta noche elemental y el día lleno de gente son esa neblina de luz dudosa y fiel que no declina y que acecha en el alba. Yo querría ver una cara alguna vez” ( On his blindness, Los conjurados, 1985).
Con rara magia, Marco Antonio Cruz se atrevió a cruzar ese umbral para Borges infranqueable, y vio a los ciegos como ellos mismos lo harían y quizás lo hacen. Desentrañó la presencia del rostro tras la terca neblina luminosa que en otros invidentes se reduce a mera oscuridad. Cruz invierte los privilegios de la vista de que hablaba Octavio Paz. Fiel a su postura política y moral, a su compromiso y a su solidaridad, se fija y funde en los menos privilegiados.
En pleno goce del privilegio de la vista, renuncia a él. No es un fotógrafo ciego, o que enceguece, como Enrique Bostelman. En pleno dominio de su ojo profundo, Marco Antonio realiza el viaje de ida y vuelta, escribe la luz en un improbable Braille para quienes sí ven. Nos da una visita guiada por esa oscuridad.