Detrás de cada una de las reformas llamadas estructurales, implantadas durante los 40 años de neoliberalismo, anidó un mentirosa campaña de propaganda. Pretendieron, y en cierta medida lograron, inducir en el ánimo colectivo la existencia de una maltrecha realidad que era imprescindible modificar. A continuación, quisieron exponer, a la ciudadanía, supuestas y múltiples bondades de tal o cual reforma. El horizonte al que podía accederse dibujaba una vida distinta, idealmente mejor que la saturada de problemas y limitantes. No había, en la realidad de estos supuestos nada que impidiera acceder a un iluso mundo mejor. Para lo cual se tenían que cambiar las leyes –incluso la Constitución– que impedían la modernidad. Y, a continuación obligada, llegaron como cascada indetenible las reformas que, según promesas, aseguraban el progreso. Ya fuera que se tratara de las relaciones laborales (precarizante), las pensiones (negocio bancario), educación (control sindical), salud (privatización), aparato judicial o las mismas elecciones (IFE-INE) y el rejuego partidario, la de telecomunicaciones, el tránsito de Fobaproa al IPAB (rescate bancario) la de transparencia y competencia económica (dogmas de mercado). Pero, entre todas éstas, una era la que se antojaba pletórica de venturas: la compleja y deseable industria energética (negocio privado externo).
En tan visionario y conveniente empeño se agruparon recursos y ambiciones que debían trastocar una arraigada cultura de años. Los promotores del esfuerzo constructivo de horizontes se catalogaron, a sí mismos, como los heraldos del porvenir. Se consolidó así un macizo grupo de poder al mando de instrumentos y recursos masivos. Todo debía caer por el mismo peso de la gravedad controlada desde la cúspide decisoria. Había retobos, incomprensiones y resistencias, oposiciones sociales y políticas que –prometían– serían superadas con facilidad. En primer lugar, por las bondades de las reformas propuestas. En posteriores etapas, por la capacidad operativa de las instituciones bajo el comando de las élites “responsables”. Si esto no fuera suficiente, se empeñarían los recursos financieros disponibles junto con la fuerza del Estado.
Ese fue, en apretado resumen, el proceso seguido para, según rezo del credo neoliberal, instaurar de principio a fin el modelo de gobierno concentrador que rigió a lo largo de cuatro decenios.
Durante tan cruento periodo, los mexicanos entraron en un largo y penoso tiempo de explotación inmisericorde. Las transferencias de la riqueza producida se canalizó, sin contemplaciones, hacia los merecedores de incontables privilegios. Fueron ellos, precisamente, los que las indujeron en grosero traslado de ideas nacidas en las metrópolis centrales. La mayoría del pueblo no entró en sus planes de mejora. Las justificaciones para aprobar las reformas ni siquiera hicieron referencia a quienes las llevarían, con penas varias, a término. En unas cuantas décadas la succión de recursos con destino a las cúpulas modificó el reparto de la riqueza y los ingresos: 80 por ciento para los pocos de arriba y 20 por ciento a los millones de abajo. De sopetón, aparecieron grupos de empresas y empresarios atiborrados de prestigios y cuantiosas utilidades, casi todos enganchados a las ubres públicas. Los acompañaban una capa de profesionistas, gerentes, asesores y trabajadores especializados (clase media) que les daban sustento. A cambio, recibían parte del pastel en alegres y fáciles remuneraciones. Al mismo tiempo se consolidaron también los indispensables intelectuales orgánicos a esos proyectos de cambio difundido como estructural. Las correas de trasmisión entre esa parte de la población y las cúpulas cumplieron su cometido en forma de manejables partidos políticos. Todo pareció transitar sobre ruedas. Salvo que el desastre que se alojaba en la base social crecía en la misma medida que lo hizo el saqueo.
Para consolidar tan injusto modelo fue necesario llenarlo con trampas legales y aceitarlo con creciente corrupción. Justificar el flagrante desequilibrio, en la apropiación de la riqueza producida, requirió de todo un enjambre de jueces a modo, legisladores aquiescentes, comunicadores y medios incrustados en el mismo cuerpo central. Las complicidades con agentes externos en varias formas (inversionistas) completaron el cuadro.
Es decir, todo un complejo mundo de participantes que poblaron el insostenible modo de vida ahora conocido a detalle. La rebelión de 2018 cambió, de súbito, el panorama. Surgió, con fuerza inusitada y decidida, una visión enfocada, de manera intransigente, hacia los de abajo. Trajo, también, el arribo de actores empeñados en trastocar el intolerable estado de cosas. Así, llegó el tiempo de las transformaciones actuales. Ellas implican sumergirse en un sinfín de rupturas y propuestas que, sin duda, provocan reacciones al afectar a un grueso núcleo acostumbrado al poder y los privilegios.