Este 10 de marzo, hace exactamente 70 años, los trabajadores mineros se hicieron presentes en la Ciudad de México y llegaron a la Plaza de la Constitución para hacer valer sus derechos constitucionales de petición y de audiencia con el entonces presidente Miguel Alemán (1946-52), quien faltó a ellos y no los recibió. Les fueron cerradas las puertas de Palacio Nacional, como cerrada fue la posición de la autoridad laboral federal, en tanto mantenía una actitud represiva sobre un movimiento obrero que, a través del gremio minero, se había salido del control gubernamental impuesto en ese sexenio, con líderes corruptos, a los sindicatos nacionales.
Esta vanguardia de 4 mil trabajadores mineros había emprendido una larga marcha, el 20 de enero de 1951, desde sus lugares de trabajo en Palau, Cloete y Nueva Rosita, en la región carbonífera de Coahuila, caminando durante 50 días mil 500 kilómetros hasta la capital, para recurrir a la voluntad política del presidente y que éste coadyuvara a resolver una huelga justa que se había apegado a derecho, pero cuyos trabajadores habían sido objeto de agresiones y buscaba ser extinguida por una autoridad federal complaciente con los intereses de una empresa extranjera.
Las hostilidades, con un estado de sitio contra los mineros, habían empezado tras declararse la huelga. Desde antes de la marcha, el gobierno federal rompió el orden social al optar por la represión utilizando al Ejército, que violentó las garantías individuales en Coahuila, donde el presidente tenía de gobernador a un amigo suyo.
Una marcha de esas dimensiones se convirtió en noticia nacional porque representó una movilización extraordinaria de trabajadores. Se le llamó la caravana del hambre, porque a los mineros la injusticia laboral los había llevado a una situación tan difícil como la falta del sustento diario para ellos y sus familias. En la marcha participaron también 30 niños y 100 mujeres compañeras de los mineros, de las que pudieron ir, porque el resto se quedó al cuidado de sus familias. Y despertó la solidaridad de quienes les compartieron su pan y su ayuda en ciudades y carreteras por donde pasaron los mineros, y ellos hicieron lo mismo hacia otras manos, las de los otomíes que los vieron desde la miseria extrema en la que sobrevivían, cuando atravesaron el páramo de esa región olvidada del Mezquital.
Como era costumbre de la prensa proclive al gobierno, a los marchistas se les tildó de “antipatriotas” y “agitadores”, en tanto otra prensa voluntaria, emergente y solidaria, generaba impresos para la comunicación indispensable de los mineros en la difusión al público de sus legítimas demandas, como fue en las 30 ediciones del Diario del Campamento, ilustradas por Guasp, Alberto Beltrán y Leopoldo Méndez. De esa prensa militante salió la obra creada en el Taller de Gráfica Popular, una poderosa imagen que se mostró como bandera del movimiento, expresada en la figura de un minero que protege a una mujer y a un niño, y que con actitud firme y decidida enfrenta, con su brazo izquierdo, al fusil que desde el extremo derecho los amenaza.
Durante su estancia en la capital, el gobierno eligió un parque deportivo como su campo de concentración para “asistirlos” con la finalidad de tratar de aislarlos del contacto social, en tanto les demoraban una resolución a sus peticiones, que nunca llegó; hasta que los conminaron al siguiente mes a un forzoso regreso a Coahuila, pero no en vagones para transportar ganado en un tren, que los trabajadores, indignados, rechazaron. Esa fue la respuesta de un gobierno autoritario que reprobaba cualquier demanda, aunque fuera legal, pues para ello tenía a sus órdenes a las fuerzas armadas, a los poderes Legislativo y Judicial, y a todos los gobernadores.
Los mineros de la huelga de Nueva Rosita nunca se rindieron. Su movimiento reivindicador fue avasallado por una colusión de intereses empresariales y oficiales en su contra. “Que la opinión juzgue estos hechos y que la historia recoja y precise la responsabilidad de los funcionarios que nos han negado el amparo de la ley, a que todos los mexicanos tienen derecho, y nos han hecho víctimas de la injusticia”, fueron las palabras finales del comité de huelga el 27 de abril de 1951. Se iniciaba así en México un largo periodo contra todo movimiento social que, por más justo que fuera, debía ser asfixiado por un régimen que no admitía disidencias.
De los 5 mil trabajadores en huelga se recontrató sólo a 800 y todo el resto con sus familias se vieron obligados a un desplazamiento forzado y a emigrar para sobrevivir. Gracias al reportaje de la marcha publicado por José Revueltas y lo que después investigaron y escribieron Mario Gill, Daniel Molina, Victoria Novelo, Luis Reygadas y Antonio Avitia; sin olvidar al destacado protagonista de la marcha Agapito Maltos Ruiz, compositor del gran Corrido de los mineros en 289 cuartetas, así como el importante testimonio del militante obrero Camilo Chávez, publicado por Perla Jaimes en https://cutt.ly/Nx8paKa, esta épica del movimiento obrero mexicano no ha sido olvidada.
La aportación histórica de esta marcha de la dignidad minera es que sentó un precedente y trascendió en el país como ejemplo de movilidad social que fue emulado años después por otros movimientos laborales, campesinos, estudiantiles, civiles y políticos, como el encabezado por Salvador Nava que protestó contra la imposición centralista de un gobernador en San Luis Potosí en 1991, y muchas otras marchas que en el siglo XXI recuerdan que los derechos constituciones también se defienden dando un paso al frente, caminando hacia adelante, adonde las demandas por una vida mejor y las reivindicaciones sociales lo reclamen.
* Documentalista colaborador del Centro de Estudios Parlamentarios de la Universidad Autónoma de Nuevo León.