Acreditar los derechos humanos en la sociedad mexicana no ha sido fácil. El que hoy estén incorporados al marco legal del país ha sido producto de una ardua y tenaz lucha de movimientos populares, organismos civiles, intelectuales, medios de comunicación y personalidades democráticas.
Los poderosos nunca se han sentido cómodos con ellos. Lemas de campaña como “los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas”, del mexiquense Arturo Montiel, o denuncias, sin prueba alguna, como la del senador Miguel Alemán contra organizaciones no gubernamentales (ONG) de derechos humanos que lavan dinero del narcotráfico ( La Jornada, 27/4/94), son lugar común entre políticos mexicanos.
Aunque en los hechos los hayan violado reiteradamente, los gobiernos en turno han tenido que aceptar de dientes para fuera el lenguaje de los derechos humanos ante la presión social y el escrutinio de organismos internacionales. Sin exagerar, en los últimos sexenios, centenares de luchadores sociales y cívicos (muchos de ellos indígenas defensores de su territorio y el ambiente) han sido asesinados, encarcelados y perseguidos.
Sin ir más lejos, durante el periodo de Ernesto Zedillo (1994-2000), al que algunos apologistas presentan como demócrata, se produjeron las matanzas de Aguas Blancas, del norte de Chiapas, de Acteal y de El Charco. Y en los Loxichas se desató una cacería humana salvaje.
Nada bueno puede decirse de la administración de Vicente Fox, con su cauda de arbitrariedades, incluida el desafuero contra Andrés Manuel López Obrador. El periodo de Felipe Calderón (2006-12), y su guerra contra el narcotráfico, estuvo caracterizado por un baño de sangre incesante, ejecuciones extrajudiciales y persecución de sindicalistas, como los del SME.
El sexenio de Enrique Peña fue un desastre humano. Las agresiones del Estado contra individuos, organizaciones sociales y pueblos originarios se sucedieron imparables. El memorial de agravios de ese periodo tiene el tamaño del directorio telefónico. Va de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa a la masacre de Nochixtlán, pasando por el asesinato de periodistas y la ejecución extrajudicial de presuntos delincuentes.
Pese a ello, y de la pretensión de instrumentalizar y domesticar los derechos humanos desde las comisiones gubernamentales, los defensores de los derechos del hombre encararon y denunciaron estas atrocidades contra viento y marea. Para ello echaron mano del lenguaje y los instrumentos legales de los derechos humanos. El costo que ONG, comités, activistas, periodistas y movimientos pagaron por defender la causa fue altísimo, en términos de sufrimientos y vidas.
Por eso provocó desconcierto y enojo en la comunidad de derechos humanos que el presidente López Obrador los desautorizara el pasado 24 de marzo. “En los gobiernos anteriores se permitieron las masacres y los defensores de derechos humanos de la sociedad civil o de la llamada sociedad civil, lo que antes se conocía como pueblo, se quedaron callados ante las masacres; incluso, los organismos de la ONU defensores de derechos humanos, de la OEA, y ahora lo que les urge es tener pretextos o excusas para señalar que somos iguales y eso no, no, no”, expresó el mandatario (https://bit.ly/3u1wEUs).
Eso no fue así. En ningún momento, ni los defensores de derechos humanos de la sociedad civil, ni del pueblo, ni organismos como la ONU-DH, se quedaron callados ante las masacres de los gobiernos anteriores. Levantaron la voz y exigieron justicia. Los informes, así como el trabajo educativo y de defensa legal de organismos como el Centro de Derechos Humanos Miguel Pro Juárez, el Fray Bartolomé de las Casas, el Tlachinollan, el Fray Francisco de Vitoria, Indignación y el José María Morelos y Pavón, dan cuenta de ello.
Tan no fue así que muchas de esas denuncias fueron documentadas (como un ejemplo entre muchos) por el capítulo México del Tribunal Permanente de los Pueblos. En tres años, el tribunal efectuó 10 audiencias temáticas y transtemáticas en las que participaron casi mil organizaciones y miles de personas. Los casos presentados mostraron la abierta violación de los derechos humanos y de los pueblos y la desviación de poder del Estado mexicano en el marco del libre comercio. En su audiencia final, en noviembre de 2014, el tribunal emitió su sentencia y condenó éticamente al Estado mexicano (https://bit.ly/39lYrHd).
Desgraciadamente, las violaciones a los derechos humanos no desaparecieron con la 4T. Según la Red TDT, durante 2019 fueron asesinados 21 defensores de derechos humanos. Y, de acuerdo con el informe Situación de la defensa de derechos humanos y la libre expresión en México a partir de la pandemia por Covid-19, al menos seis periodistas y 24 defensores de derechos humanos fueron asesinados durante 2020, por motivos presuntamente vinculados con su labor de defensa y ejercicio de su derecho a la libertad de expresión (https://bit.ly/3d7yuME). Por supuesto, los responsables de estas violaciones se encuentran en distintos niveles del gobierno y no sólo en uno.
En nada ayuda ignorar esta situación. Mucho menos, restar méritos a quienes han puesto el cuerpo y la vida para hacer posible que la causa de los derechos humanos tenga legitimidad y vigencia en el país.
Twitter: @lhan55