Quedamos, al final de la columneta de la semana pasada, en darle mate, en ésta, a la conmovedora y ejemplar existencia de Edward Jenner, cuya remembranza con emoción y gratitud intentamos y que, afortunadamente, tuvo en la multitud una excepcional buena acogida. Como jubilosa prueba de esta afirmación, publicaré algunos de los comentarios recibidos desde las primeras horas de ese mismo lunes y también el final de esa historia, de esa vida que merece ser conocida, reconocida y por supuesto, emulada.
No puedo ocultar, sin embargo, que éstos fueron muchísimo menores que las reprimendas que de todos lados y en los más diversos tonos e intenciones recibí en razón de una peccata minuta cometida la semana pasada. Puedo alegar en mi defensa, a ese respecto, que la letra de la compu es causa de muchos de mis errores, que el brillante alumbrado de la pantalla mengua mi vista o que una artritis reumatoidea intrinca mis dedos, pero, siendo cierto todo lo anterior, confieso: ¡mea culpa, mea culpa!: ¡soy culpable!, y no por deslumbrado ni artrítico, sino simplemente por acelerado. Pero perdóneseme mi error: fue tan sólo de instantes o ¿qué es, finalmente en el tiempo, un segundo?: un suspiro, un entrecerrar de ojos, un hipo, un pálpito, una punzada, un resuello, un trino, una interjección, una estrella fugaz, una mentada, un mandoble inesperado cuando a ella la mano de él le resultó hiperactiva, la centella que precede al estruendo, un orgasmo veloz, anticipado y tal vez irreparable, un amén en las últimas, un “lo juro” para el que apenas alcanza la saliva, un precario bocado después de una cuaresma de a de veras, un Martini tras de 45’ de abstinencia.
Me equivoqué, lo acepto, por ocho letras, tres sílabas y un sustantivo plural. En síntesis, algunos cuantos dígitos a los que, unidos, se les denomina millones. Bueno pues millones de disculpas a todos los fijados en estas minucias y, de verdad, gracias por señalarme a mano. Pero, además, me permití insacular (¿conocen ustedes algunos verbos tan incómodos como éste?) entre los reclamantes de mi craso error a algunos de ellos, aquí los tienen (al resto lo iré contactando personalmente). Aclaración innecesaria, pero pertinente: casi casi todos los mensajes recibidos tienen palabras muy amables hacia la columneta, pero en virtud del “breve espacio” la fatuidad se enrosca para tiempos más propicios. Transcribo lo sustantivo y me trago lo adjetivo que, eso sí, mucho me infla.
Jesús H. Rodríguez Gtz.: usted dice que un año tiene 31 mil 536 segundos, pero son 31 millones 536 mil segundos. Muy buen artículo. Raúl Rodarte G.: es recomendable que revise su cuenta: en un día hay 86 mil 400”. Ing. Adelaido Pastrana: le comento lo siguiente: son 31 millones 536 mil segundos los que tiene un año. Jesús Humberto Rodríguez: buen artículo, pero un año tiene 31 millones 536 mil segundos. Rafael Maldonado: le agradezco mucho la columna de hoy, pero le reclamo por los segundos que me queda a deber en cada uno de mis ya numerosos años de vida. Ing. Ricardo Gaona Oraz: a nadie le cae mal un poco de historia. Cuando usted señala 31 mil 536 segundos debe decir 31 millones 536 mil segundos. Gracias por sus columnas y por la posibilidad de participar en La Jornada. Francisco Flores (son dos correos interrumpidos que anexé): se me hace que le hizo mal andar haciendo tantos recortes. Afortunadamente el año tiene más de 31 mil… Se le pasaron las caguamas. Ramón Guerrero Álvarez: académico de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Chihuahua, ex alumno nada menos que de San Ildefonso, se complace en que la columneta haya recuperado la historia de Edward Jenner y aporta datos enriquecedores para la comenta de la columneta. Humberto Cortés Hernández: fue tan absolutamente concreto, conciso y generoso que con una palabra le bajó mi miedo a mi ya próxima vacuna.
Gracias, Humberto y gracias a todos los que me ayudan cubriendo mis desconocimientos, dudas, creencias irracionales e irracionales proyectos. Si me opinan, apoyan, corrigen o refutan tanto como mi maestra de tercer grado de primaria, que con su terrorífica vara de membrillo me enseñaba la tabla del nueve, me ayudarán tanto.
Pero terminemos con nuestro compromiso: finalizar una de las pocas historias felices que la realidad permite. Edward Jenner, después de arduas batallas contra los ex secretarios de salubridad del régimen aristocrático, pero profundamente liberal de la época, que condenaron su sistema médico con el profundo, científico y racional argumento de que el uso de la costra del ganado, para crear la vacuna antiviruela, podía convertir a los humanos en ganado bovino (y de muy baja calidad, por cierto), se vio obligado a un acto definitivamente ejemplar: inoculó a su propio hijo, ante el asombro de la gobernanza y la ilustre comunidad médica. Ya lo dijimos: ellos eran quienes habían construido la estructura de salud pública del imperio en los últimos sexenios.
La respuesta fue contundente: en 1805 Napoleón ordena que todos sus millares de soldados sean vacunados con el método de un médico inglés. En 1840 el gobierno inglés prohibió otro sistema que no fuera el del doctor a quien se le ofreció la distinción de ser “médico de su alteza”. Declinó la oferta con todos sus honores y canonjías y regresó a vivir sus últimos años (nada gratos por problemas familiares) al Berkeley de sus orígenes. Dícese que ha sido el doctor que más vidas, con su sabiduría, llegó a salvar.
Twitter: @ortiztejeda