Los estudiantes de derecho en México (eso creo) aprenden que la Constitución de 1917 fue la primera en el mundo, que al lado de las garantías individuales reconoció las garantías sociales. Por generaciones, entre los juristas mexicanos se compartía un orgullo bien fundado por esa primacía. En 1789, en medio del torbellino de la revolución francesa, se aprobaron solemnemente “los derechos del hombre y del ciudadano”; en México, en 1917, en la ciudad de Querétaro, como fruto de la Revolución Mexicana, se les reconoció rango constitucional a los derechos sociales.
La doctrina jurídica, los estudiosos del derecho, reconocen que, al lado de las dos ramas tradicionales del derecho, que son el derecho público y el derecho privado, hay una tercera, novedosa, que surge como complemento, redondeo al concepto de justicia, como uno de los fines específicos del Estado, que amplía el estrecho círculo del derecho privado al más amplio de las comunidades y los sectores sociales, que ahora gozan de libertades y garantías, antes reservadas a los individuos.
El derecho público regula las relaciones entre el Estado y los gobernados; el derecho privado se ocupa de las relaciones entre particulares; la ya no tan nueva rama del derecho social tiene como finalidad, proteger a la colectividad en su conjunto o bien a sectores sociales específicos.
Creo que algunos autores modernos se han de ocupar de estos temas. Por mi parte, recuerdo a los que estudié en mis clases de teoría del Estado y derecho constitucional, a Léon Duguit, Gustavo Radbruch, Georges Gurvitch, así como a los mexicanos don Francisco H. Ruiz e Ignacio García Téllez, que introdujeron en el Código Civil de 1931, reglas de derecho social como la “lesión” que protege a quienes son estafados por medio de un contrato, por su ignorancia, su inexperiencia o necesidad y que desarrollaron conceptos como el de uso abusivo del derecho. Las clases de los maestros Alberto Trueba y Mario de la Cueva no dejaban de llamar la atención de los estudiantes de mi tiempo, sobre la importancia de esta rama fundamental del derecho.
Muy cerca de estos conceptos se encuentra el llamado capítulo económico de la Constitución, cuyo principio más importante, tomado del derecho español antiguo, se lee en el artículo 27: “La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional corresponden originariamente a la nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada”. No menos importante y complementaria del principio anterior, es la declaración del tercer párrafo del mismo artículo: “La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público”.
A partir de estos principios, la Constitución reconoce tres sectores de la economía; cada uno cumple una función especial, en un Estado de libertades y de responsabilidades sociales: el sector privado, formado por las propiedades de los particulares; el público, constituido por los bienes que pertenecen al Estado, y el sector social, integrado por las propiedades que sin ser del Estado no son tampoco de algún particular en forma singular, sino que pertenecen a las comunidades; aquí están las tierras comunales, los ejidos, las sociedades cooperativas y los amplios derechos a una vida digna, a la salud, a la educación y otros.
En 2013, al inicio del gobierno de Peña, se modificó la Constitución y se segregaron de las áreas estratégicas de la economía, reservadas en forma exclusiva al Estado, los hidrocarburos y la electricidad. Se trató de una reforma llevada a cabo sin discusión abierta y contra una amplia y firme oposición popular. El poder de entonces, se salió con la suya mediante la compra de votos de legisladores y de partidos, como se ha aclarado después con precisión.
Así, electricidad e hidrocarburos, ya no son áreas estratégicas reservadas al Estado, pero, no hay que olvidarlo, siguen siendo áreas prioritarias, fundamentales para la soberanía y la seguridad nacional y como tales sujetas a la regulación que sobre ellas tienen los poderes legítimos del Estado. Lo anterior significa que, a través de la ley, pueden y deben ser reguladas, para que su explotación y comercio beneficie a sus concesionarios, pero sin detrimento de los derechos de la nación y sin mengua de la justicia. No son propiedad del Estado, pero están bajo su rectoría. Por cierto, de quien por primera vez escuché el concepto de rectoría del Estado fue de Gómez Morín, fundador del PAN.
El pensamiento neoliberal que impulsó los cambios de 2013, presupone que las leyes del mercado están por encima de los intereses de la justicia social. Se equivoca. Para concluir esta colaboración, transcribo una cita de Duguit: “La solidaridad social es el fundamento y la única fuente del derecho”.