Habitante de Coyoacán, Vicente Rojo acostumbraba salir a caminar una hora después de comer. Sus calles eran Presidente Carranza, Plaza de Santa Catarina, Pino 34, sede de su estudio, y Dulce Oliva –su casa–, arbolada y tranquila, bautizada por el Indio Fernández al enamorarse de Olivia de Havilland (en esos años, por alguna razón, los mexicanos podían bautizar su calle). Salvador Novo también llamó Dolores del Río a una calle arbolada y a otra le puso su nombre.
Vicente no caminaba por Francisco Sosa porque casi no tiene aceras. (digo “acera” en su honor, porque corregía mi “banqueta” por “acera”).
Vicente regresaba vigorizado a su estudio después de haber meditado paso a paso qué pintaría y cómo resolvería tal o cual problema irresoluble hasta que algún árbol le diera la solución. Ningún intelectual caminó tanto como Vicente.
Salía de su altísimo estudio, obra de Felipe Leal. Bajaba por una escalera (lo primero que escogió a lo largo de su vida fueron las escaleras) y cuando él y Albita nos invitaban a comer, desde el segundo piso de la casa de Dulce Oliva, el pintor saludaba contento mientras intentábamos sentarnos entre los miles de cojincitos que Albita atesoraba.
También, en esa misma casa de techo alto, una escalera permitía subir al segundo piso. Desde un barandal, Vicente o Albita miraban hacia abajo como si vivieran en la punta de la pirámide de Teotihuacan, esa figura geométrica que Vicente Rojo siempre favoreció.
Vicente jamás perdió la costumbre de subir escaleras porque odiaba los elevadores, pero el doctor Isaac Masri aclaró que hace apenas unos meses lo hizo por primera vez al lado de Barbarita Jacobs. Vicente siempre amó los caballitos de madera, aquellos que galopan en el carrusel de la feria. Quizás, al venir de España a México, Vicente atravesó el océano montado en algún Pegaso.
Seguro, para Vicente se hizo la canción que nos gustaba tanto: “Para subir al cielo, para subir al cielo, se necesita una escalera grande, una escalera grande y otra chiquita”.
En el edificio de Novedades, en la esquina de Balderas y Morelos, Vicente también prescindía del elevador. “Ándale, no seas floja”. No entiendo por qué, con la desaparición de Vicente, tengo la obsesión de subir. En mi cabeza, subo sin parar, como en un grabado de Escher.
Muchas veces, Vicente pintó en el suelo, y un mediodía en que fui a consultarlo lo encontré lijando un lienzo grande, extendido en el piso. Encorvado sobre la tela, su brazo iba y venía, su mano detenía un pedazo de papel estraza y me tendió un pedacito de lija: “Si quieres ayudar, líjale allá en esa esquina”. Le pregunté: “¿Y para qué lijas, si ya le pusiste color y ya se ve muy bonito?” Me respondió: “Para que salgan otras texturas”.
Lijé hasta que ordenó: “Ya quedó”.
–¿Ya hice un “Vicente Rojo”?
–No.
Vicente Rojo y yo nos conocimos muy jóvenes en el suplemento cultural México en la Cultura, de Novedades. Vicente había aprendido con Miguel Prieto a formar la primera plana de cualquier periódico y la de cualquier libro, y le pasó sus conocimientos a Vicente, su hijo.
La primera vez, entró a la oficina del tercer piso de Novedades un jovencito tímido, muy delgado. Todo en él tenía que ver con la prudencia: su saco, su mirada, sus zapatos, su pelo ondulado, todo lo contrario de Fernando Benítez quién peroraba en voz muy alta y hacía reír hasta a los perros.
Sobre un escritorio de hierro de H. Steele frente al de Fernando Benítez, Vicente formó el suplemento dominical México en la Cultura. Años más tarde, trabajaría en la misma forma con su hijo, el Güero, frente a frente, como viajeros en el mismo vagón.
Vicente nunca alzaba la voz y casi no se veía de él más que su cabeza de cabello rizado. No pajareaban sus ojos en la plana en la que habría de colocar fotografías, dibujos de Elvira Gascón. Lo importante eran “las cabezas”, en letras grandes. Sus manos rápidas iban de un lado a otro tan calladas como él, aunque siempre hubo en su mirada una chispa de ironía, esa sí, muy fugaz.
Pronto me di cuenta de que a todos nos había tomado la medida, pero su medida era la de la generosidad. A la salida de Miguel Prieto de El Nacional o de Novedades, Vicente tomó su relevo y hoy mismo sigue siendo uno de los grandes artífices del periódico que fundó y amó en 1985, y se llama La Jornada.
Benítez era muy popular, decenas de admiradores lo visitaban; usaba paraguas, aunque no lloviera, “sólo para subrayar su elegancia”, lo vestía el sastre Campdesuñer, en la Zona Rosa. Vicente apenas levantaba la vista. ¿Para qué la levantaba, si muy pronto adivinó a Benítez hasta aprendérselo de memoria de tanto quererlo?
“Benítez fue un padre para mí” –llegó a decir Vicente Rojo.
Nadie pudo ser nunca más distinto a Vicente que Benítez, pero Vicente repitió una y otra vez que Fernando era su padre.
En 1959, gracias a Manolo Barbachano Ponce, Vicente y yo viajamos en el avión que llevaba al presidente Cárdenas a Cuba, invitado de honor de Fidel Castro. Vicente era revolucionario; yo, una “niña bien” con la Virgen de Guadalupe colgada del cuello. Los viajeros a la Cuba, que Fidel Castro acababa de ganar para los guajiros, fueron Fernando Benítez, Carlos Fuentes, Rafael Loret de Mola y otros yucatecos amigos de Manolo Barbachano.
Vicente y yo éramos primerizos. En La Habana todavía quedaban muchos restos del lujo estadunidense en el hotel Hilton (hoy Habana Libre), donde nos alojamos. Recuerdo anaqueles llenos de perfumes Chanel y bares surtidos con todos los mojitos y daiquiris del mundo. Los night clubs (así en inglés) seguían en su apogeo; los salones de juego también; podían oírse las fichas resonar en el casino, El Encanto exhibía vestidos igualitos a los de Nueva York. Aún bailaban mujeres bellísimas en el Tropicana y allá fueron nuestros amigos al son de timbales, maracas, güiros, guaguancó, sones y otros movimientos de cadera que hacían gritar a Benítez a voz en cuello: “¡Hermanitos, aquí ninguna parte del cuerpo es vergonzosa!”.
Vicente y yo nos inclinamos por caminatas a buen paso a lo largo del malecón y a la risa de una ola más alta que nos empapaba. Estas gotas de agua habrían de convertirse más tarde en la lluvia que azotaba la ventana del bungalo en Tonantzintla, que Vicente, obsesivo, reprodujo en una gran exposición.
También en la Cuba de Fidel Castro fuimos a algún cine que todavía exhibía películas y noticieros gringos en los que aparecía Eisenhower con su esposa, Mamie, que me caía a todo dar.
Vicente Rojo amó a dos mujeres, a Albita, quien trabajó en el Fondo de Cultura Económica, al lado de su director Jaime García Terrés. Celia, Ximena, Alonso, Ruy García Chávez se volvieron uña y carne de “los Rojo”, sobre todo Ximena, porque como pintora admiraba su obra, así como la de Manuel Felguérez.
Poco en nuestra vida pudo ser más placentero que las grandes reuniones de Celia y Jaime en su casa, en las que era fácil oír la voz cantante de Álvaro Mutis y la de García Márquez. Nos contagiaron su risa en vez de su talento. La primera portada de Cien años de Soledad, la de los barquitos, es de Vicente, como son todas las de la editorial ERA de don Tomás y Neus Espresate. Las que no fueron de Vicente, fueron más tarde las de su hijo, el Güero, quien hizo las mías, salvo la de Palabras cruzadas, porque en 1961 aún era un niño.
El primer libro de ERA (Espresate, Rojo, Azorín) que salió a la luz fue Los primeros mexicanos, de Benítez, al que siguió Palabras cruzadas, un lote de entrevistas que Vicente escogió en Morena 430, que más tarde se convertiría en la sede de la editorial de Arnaldo Orfila Reynal: Siglo XXI.
“¿Te apetece?” –preguntaba Albita en su casa de Dulce Olivia, y me sorprendía porque todos decían: “¿Gustas? Albita y Vicente sólo bebían agua, pero abrían un mueble lleno de botellas que guardaban para “los amigos”.
Vicente y Albita tuvieron dos hijos, a su imagen y semejanza, los dos, impresores, artistas, amorosos expertos de libros que imprimían y encuadernaban con la sabiduría heredada de su padre. Llevaban el apellido “Rojo” y el nombre de sus padres, pero los bautizamos El Güero y La Güera, Los Güeros, porque nacieron rubios como el Sol. Muy pronto, los Vicentes y Albitas, padres e hijos, se fascinaron por el Sol de Cuernavaca y fueron tras de él.
La muerte de Albita nos fulminó. Tiempo más tarde, Vicente se unió a Bárbara Jacobs, quien había perdido a Tito Monterroso, y ese encuentro de dos corazones solitarios (como dicen las revistas que leían los presos en Lecumberri) nos tranquilizó a todos.
Con Bárbara comparto la mayor de las afinidades, la de la escritura. Leí sus cuentos y novelas en ERA, recorté su artículo quincenal en La Jornada y asistí a presentaciones y conferencias en la sala Manuel M. Ponce ante la mirada de Vicente, su cabeza metida entre sus hombros cubiertos por un suéter que nunca supe si era gris o beige.
Bárbara dice que es tímida, pero cuando sube al escenario su voz es profunda y poética. En la sala Manuel M. Ponce, pocas escritoras han proyectado tanta fuerza, pocas también han convencido a sus oyentes de que el amor a la lectura puede ser el mejor de los salvavidas.
Ahora, la abrazamos, porque su pena es inmensa, y la acompañamos, porque los nacidos entre los años 30, 40 y 50 del siglo pasado somos deudores de ese maestro y excepcional ejemplo de vida que ojalá sepamos imitar en los años que nos restan.