Muchas veces fue un poeta pobre, nunca un pobre poeta. Al contrario, suya fue siempre la poesía, así nomás, sin mucho aspaviento. Vivía a gusto en el lenguaje, y de repente, algunas veces, lo golpeaba el rayo de unos versos. Los dejaba en su cabeza días, semanas, y cuando sentía que ya estaban terminados, en un arrebato los escribía. Me consta. Una tarde, por ejemplo, en un café de su pueblo, San Cristóbal de Las Casas, me pidió un lápiz y escribió en una servilleta un bello poema sobre un árbol en los primeros tiempos de Ojarasca. “Lo acabo de terminar”, dijo. Así era el método de su fino y cultivado oído.
La primera vez que escuché de él fue por Hugo Hiriart, en tiempos del Unomásuno. “El reportero que mejor escribe es Javier Molina, un escritor de verdad”. Sonaba un poco sorprendente; en medio de otros reporteros y cronistas conocidos y muy buenos, Javier sólo firmaba discretas notas en la sección de Cultura y hacía muy buenas entrevistas. Manuel Becerra Acosta y Carlos Payán lo sabían. También era uno de los compañeros más cercanos al abismo, casi un alma perdida. O ni tan perdida, su condición angélica (a veces un tanto incómoda) lo protegía. Siempre hubo una mano que lo cachara en la caída.
Era más antiguo de lo que parecía. Venía de un albor de la izquierda moderna. El 68 lo agarró en la Facultad de Ciencias Políticas, donde se había politizado como discípulo de Pablo González Casanova, Enrique González Pedrero, Arnaldo Córdova, Víctor Flores Olea y Gastón García Cantú. Para cuando estalló la huelga estudiantil, Javier y sus compañeros ya estaban en huelga por la liberación de Demetrio Vallejo, el líder ferrocarrilero. Se integró al comité de lucha. Y como a todos (pero más que a la mayoría) el desenlace en Tlatelolco le atropelló la vida. Sobre todo por no estar preso ni muerto. Tomó la representación de Políticas en el Comité Nacional de Huelga y creyó que la lucha seguía y seguía.
Así cuenta a Víctor Avilés 20 años después “la noche vivida entre 1968 y 1974” (Pensar el 68, Cal y Arena, 1988): “Preferiría estar en la cárcel. Entonces estaría con mis amigos y no aquí solo, oyendo música, fumando mota y, la verdad, sin poder hacer nada”. En esa época, agrega: “Me quedé solo. Pero literalmente, solo y peor que solo. Rodeado de nada, de nada que me convenciera. Viví un año casi en el vacío. Lo único bueno estaba en la cárcel, y mi mejor amiga fuera del país”. Siguieron años de silencio. Frecuentó al sótano de La Onda (Parménides García Saldaña, El Búker Benítez), pero libró la noche del “jipismo de izquierda” (como se burlaba de ellos García Cantú) gracias a José Agustín, Alejando Aura, Elsa Cross y su vida en la literatura. De Paul Nizan aprendió que, como en la crisis en tiempos de Epicuro, “cuando había guerras, sequía, presión, incertidumbre”, le había tocado “un fenómeno histórico que tendría consecuencias sociales y políticas”.
Aprendió por primera vez a tocar fondo. Renació maltrecho, borrachín, pero recuperó el habla y se descubrió poeta. Lo redime la escritura. En 1978 publicó Para hacer plática en La Máquina de Escribir, que editaba Federico Campbell: “El orden es tan absurdo que no queda más que transgredirlo. No tome, no fume, no camine” (tres cosas que él nunca dejó de hacer). “Hacer lo que uno quiere sin molestar a nadie” sería su meta, cosa que no siempre logró, pues ya tomado podía ser muy latoso. Sin embargo, era casi imposible no quererlo.
Eso lo salvó siempre. Un ser frágil, pequeño y enjuto, pero indestructible. Del Unomásuno pasó a fundar La Jornada como reportero de Cultura. Su alcoholismo era proverbial. A veces no tenía ni dónde pasar la noche. Alguna amiga compadecida o la sala de redacción le daban techo.
Nunca olvidaré los días y noches que en 1982 pasé con Javier y Roberto Escudero (otro sobreviviente de la no cárcel del 68) en Acapulco, compartiendo cuarto de hotel. Javier bebía sin parar, y Roberto luchaba por permanecer sobrio bañándose en agua de colonia. No sé cual de los dos estuvo más insoportable. A no ser por la asistencia del simpatiquísimo Toni Deltoro, mi papel de ángel de la guarda de ese par hubiera fracasado estrepitosamente.
Javier no parecía tener remedio. En algún momento desapareció. Se había regresado a San Cristóbal a casa de su madre. Su pueblo y su mamá lo protegieron mejor que nadie. Cuando los zapatistas se levantaron, en 1994, Javier estaba ahí, y desde entonces simpatizó con ellos. Una de las primeras noches de aquel enero, la ciudad tomada por el Ejército, me lo encontré deambulando por el centro con un señor de porte distinguido. “Te presento a Juan Gelman”, me dijo, regalándome a otro admirable amigo a partir de entonces.
Seguía siendo reportero, pero con mucha licencia. Vivía de noche, y en el destrampe de los periodistas llegados a Chiapas entonces se la pasó en el agua, como pez en el agua. Entendí que en otro lugar lo hubieran atropellado, pero los sancristobalenses lo cuidaban, lo eludían o lo encaminaban con su mamá, muy parecida a él físicamente. Vivían muy pobremente en una casa vieja, con un patio y un pozo seco, en el barrio de La Merced. El dormitorio de Javier era minimalista, casi miserable. Algunos libros, recuerdo Vallejo, comida vieja, botellas, ceniceros repletos. Me acuerdo que pensé: “Vive como verdadero poeta”.
Sí que lo era. Mucho tiempo le negaron su lugar entre los poetas chiapanecos (una categoría en sí misma, hecha de Sabines, Rosario, Bañuelos, Oliva, Eraclio, Quincho Vázquez Aguilar y gente así). Finalmente, Óscar Oliva le dio trabajo de tallerista con sueldo, y abrió a Javier un camino a la estabilidad y el reconocimiento literario que bien merecía.