Desde que detuvieron al líder de la secta en Puerto Vallarta, me he preguntado por qué si en Estados Unidos sus creyentes gravitaban en torno al cine y la televisión, en México eran los políticos. Creo que revela una idea del quehacer político como éxito personal. Si atendemos a su geografía, la secta de Keith Raniere comienza en el cliché de la élite, el Planetario Alfa de San Pedro Garza García, Nuevo Léon, el 8 y 9 de septiembre de 2001. Atrae porque es una forma de lo exclusivo, de un presunto saber supuestamente científico sobre “tu potencial” y, sobre todo, porque es una manera de establecer conexiones. Es la política como autorrealización personal, como club VIP, es decir, como despolitización.
Cuando miramos al hijo del ex presidente Salinas de Gortari recibiendo una regañada del gurú porque su familia saqueó a su país y, luego, lo vemos bailar en su cumpleaños, no podemos sino asumir que pensaba llegar a la Presidencia de México como una forma de la autoayuda. Pero en los casos de la hija del dueño del diario Reforma –que donó el calabozo en Waterford para que las víctimas fueran herradas y los equipos para medir la actividad cerebral de sus miembros–, las esposas del ex secretario de Hacienda de Peña Nieto o del ex gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz, o la ex presidenta municipal de Escobedo, Clara Luz Flores –hoy candidata por Morena al gobierno de Nuevo León– o incluso de la dueña de la compañía de espectáculos detrás de las celebraciones del Bicentenario 2010 o de las ceremonias de Juegos Panamericanos y Centroamericanos en la Guadalajara de Emilio González Márquez y el Veracruz de Javier Duarte, Ánima Inc., hay una intención de someterse a la persuasión coercitiva a cambio de un nuevo Yo para llevar.
Detengámonos en los postulados del programa “éxito ejecutivo” de NXIVM. Además del secreto que ordena a sus inscritos, hay dos que resaltan por sus repercusiones ideológicas: se considera un “parásito” a alguien que pide ayuda a otros o se queja de hambre, dolor, o dificultades en la vida, y el objetivo de los miembros de la secta es acumular la mayor cantidad de dinero posible para “mejorar al mundo”. El dinero –dicen los documentos internos– es “la forma de la confianza” y debe estar en manos de ellos, porque son los únicos que lo manejarían con “ética”. Sobre el primer punto, el del “comportamiento parasitario”, Raniere va más allá, al asegurar que “no existen las víctimas”, es decir, haber sufrido un abuso o una injusticia no es un asunto entre el Yo y el mundo, sino del Yo consigo mismo. Aquí es como cualquier otro curso de autoayuda donde el fracaso es individual, nunca social. Ese postulado permite al gurú avergonzar a sus víctimas por asumirse como tales. El mundo es sólo la forma en que lo vemos, es una pura interioridad y temerle porque te infligió dolor o vergüenza es de “parásitos” o, en otros postulados, de “distorsiones infantiles”.
El otro asunto, el del dinero, es una pura ensoñación de poseer riquezas. Así como la consigna de Wall Street establece que la avaricia es buena, NXIVM reservó para sus miembros este espejismo de la acumulación en pocas manos, del privilegio. Casi todos los que asistieron a los cursos del “éxito ejecutivo” tenían en mente la ganancia como signo de “desarrollo de tus potencialidades” y en la medida en que funcionaba como una “pirámide”, esas utilidades se materializaban al reclutar a más incautos que compartieran el sueño de la secta ganadora. Entre más subías en el escalafón, las ensoñaciones se iban haciendo diversas. Además del dinero, se empezó a buscar la seducción, la jerarquía –el juego del color de las estolas– y, finalmente, el sometimiento sexual de los otros, casi siempre mujeres. Dentro de la secta, el mundo del soñar despierto era posible, al menos para sus coaches más leales.
La idea del mundo secreto de NXIVM era una realidad donde las mujeres debían obedecer a sus protectores masculinos y, entre ellas, esclavizarse y hasta marcarse. También había un lugar para los niños, separados de sus padres con pretextos pedagógicos, en escuelas que mezclaban en sus cabezas hasta siete idiomas distintos. La libertad de expresión era una preocupación constante. Hacia adentro, estaba prohibido comentar con otros las enseñanzas, el recién reclutado entregaba información confidencial sobre abusos sexuales en su infancia o escrituras de propiedades, para ser extorsionado cuando no cumpliera con su promesa de lealtad al gurú. Hacia afuera contaban con un grupo de periodistas que amenazaba a quienes publicaran denuncias contra Raniere, el cuchillo de Aristóteles. Se trataba de “persuadir” a los periodistas de que usaran una redacción “sin adjetivos”. El control de la comunicación hacia adentro y hacia afuera separaba al creyente de todos y lo hacía dudar sobre sí mismo, culposo siempre de estar pensando o haciendo mal y obedeciendo lo que se establecía como normal.
La pregunta que permanece es quién era responsable de tanto dolor. Hay sólo dos grupos: los que se beneficiaron del régimen de abusos en la secta y los que llegaron ahí pensando sólo en que era un curso empresarial y gastaron miles de dólares para convencerse de lo contrario. En el caso de las y los políticos mexicanos, se trataba de una concepción de la política de portada de revista elitista, de la entrada en un club exclusivo comandado por hijos de ex presidentes (De la Madrid, Salinas y Fox) con la crema y nata de la rancia oligarquía mexicana. Las familias, los apellidos, las universidades que, de por sí se comparten en esa minoría feliz, se extendían ahora a los cursos y talleres de la mercadotecnia del sí mismo. Nada que ver con la política como servicio público a favor de los más desprotegidos.