En 1969 escribí mi primer libro, publicado por la Secretaría de Educación Pública, Vocación y afecto, cuya portada hizo Vicente Rojo. Ésta consiste en un lápiz que sintetiza lo que es la vocación. ¿Cuál era el enigma que Vicente Rojo se afanó en descifrar en su arte? Fue un lápiz lo que lo llevó a realizar la obra que disfrutamos.
En Vicente Rojo, la obra de arte fue una trasposición de eventos que el artista heredó de su primera infancia, de la guerra civil que vivió, del exilio, y que tuvo el privilegio de expresar en sus creaciones, mientras el común de los hombres lo hacemos a través del sueño o de la formación de síntomas neuróticos. Vicente Rojo se alejó de la realidad y la satisfizo al resarcirse en el mundo imaginario.
Un lápiz lo llevó a realizar toda su obra, y es que detrás de toda vocación hay un lápiz, sea para leer o para escribir. La pintura es, al fin y al cabo, escritura.
Me gustaría compararlo con otro artista, Paul Auster, quien da importancia al lápiz y al que he mencionado en otros artículos; un pasaje de su vida pinta lo que fue su infancia y su vida. La diferencia fue que Auster no tuvo lápiz en el momento definitivo de su infancia; esa privación lo acompañó toda la vida y la compensó al hacerse escritor.
Auster narra un acontecimiento en apariencia baladí. A los ocho años de edad, él era fanático del equipo de beisbol los Gigantes, y su ídolo era Willie Mays, al igual que su familia. Una tarde, después de un juego contra los Bravos, sus padres se quedaron discutiendo en el estadio; al salir, cruzaron el campo para abandonarlo por la puerta posterior, y Auster se encontró en la salida a Willie –nada menos que a Willie. Paul, atarantado, le pidió un autógrafo, pero no encontró un lápiz en su grupo. Frustrado, lloró toda la noche aplastado por la desilusión. “La vida lo había puesto a prueba y había fallado en todos sentidos”. Pequeño relato que nos enseña el efecto mágico de la escritura y, en su última instancia, elaboración secundaria de las representaciones verbales. Al visualizarla no hace otra cosa que sublimar esta representación de la palabra sucedida en la niñez. De hecho, el autógrafo “quedó” en la mente del niño con su secuela de insatisfacción en un proceso de transición y perpetuación de esos restos verbales.
El drama está en que la escritura interna –grafía-trazo abre barreras– se ve crónicamente amenazada de borrarse, y la escritura fonética, aparentemente, la atrapa. Leer sería en este sentido preciso conjurar el miedo a la desaparición de la escritura interna. Si la escritura existiera como texto durable la lectura sería su apropiación. Para ello, se precisa la preservación de la adhesión de los sistemas –inscribir y grabar. Lo que equivale a decir que la conciencia consiste en un hilo frágil y misterioso que los liga.
Vicente Rojo intuitivamente dio pie a un fantasma asombroso: la lectura como polvo de huellas mnémicas susceptibles de volatilizarse instantáneamente por poco que falte el contacto y vuelva a aparecer el hueco, el vacío, la desilusión. Él sí tuvo lápiz en momentos decisivos de su vida.
Un saludo a Barbara Jacobs, compañera de esta página y brillante alumna hace años.