La jornada de vacunación en uno de los módulos de Coyoacán transcurre así: es como estar dentro de una película que no es de Walt Disney ni de terror ni de aventuras, ni de reír pero sí de llorar, de la emoción. El filme se puede muy bien llamar Gratitud y tiene como soundtrack el sonido metálico de los coros de bastones de metal de los sabios que desfilan hacia la pequeña jeringa que les salvará la vida, y la música se completa con el murmullo de legiones.
En las sociedades primordiales, los mayores se llaman sabios y no “adultos mayores”. Son los detentores del conocimiento. Los que se sientan por las noches alrededor del fuego para contar historias. A quienes acuden todos en busca de consejo.
El módulo se ubica en la amplitud colosal de la UAM Xochimilco, a donde se llega como Parsifal venciendo a dragones. Una vez dentro, todo funciona con la perfección de relojería suiza. Una maravilla de organización.
Legiones de médicos, enfermeras, voluntarios, mujeres militares de la Marina se distribuyen el trabajo ideado por mentes creativas y eficaces: en menos de media hora, uno ya está vacunado.
Cobra vida el verso de Ezra Pound: esos rostros en multitud/ hojas de una oscura, húmeda rama.
Hay sabios de vario linaje: la señora con su delantal, el señor con su sombrero campirano, otro con su relojote Rolex, la señora con rebozo, junto a ella, otra en elegantes pants Dior.
Los más pobres, los más agradecidos.
En tanto, el sabio del Rolex al llegar su turno, ve hundir la jeringa en su hombro y se suelta a llorar:
–¿Le dolió? Pregunta la joven enfermera.
–No duele, lloro de gratitud, niña.
La señora del rebozo en cambio es pura sonrisa. Mientras los sabios de clase media portan KN-95, de esos blancos y picudos, a ella se le trasparenta la sonrisa bajo la tela de cocina con la que seguramente confeccionó su cubrebocas, y que sale de su rostro como una luz más potente que todos los reflectores del planeta.
Gratitud, se llama la película.
Las legiones de operarios conducen a las legiones de sabios por las diferentes etapas de su vacunación: el del sombrero campirano saca debajo de su chamarra el tubo de papeles en que convirtió sus documentos, mientras la del rebozo hizo cucurucho sus cuartillas membretadas y rellenadas diligentemente por las cuadrillas de operarios. Todo como una maquinaria perfecta.
Quienes no portan documentos también están tranquilos y contentos: las indicaciones a través de los megáfonos se emiten en tonos cariñosos y claros, nada de regaños ni rebaños. A los sabios se les respeta, así funciona esto.
¿Infodemia? ¿Intelectuales? ¿Resentidos? ¿Mentes retorcidas? Todos esos extras quedan automáticamente fuera del rodaje, porque aquí todo fluye con información directa y fidedigna: “todavía les falta una segunda dosis, no bajen la guardia”, dice a manera de despedida una muchacha debajo del sombrero que la protege del potente sol, a la salida.
Lo más bonito de todo: esto que parece película, es realidad.