Tengo ya bastantes días llenando sillas, mesas, estantes de mi casa con los recortes periodísticos diarios, convencido de que en algún momento me serán de gran utilidad en mis conversas con ustedes. En estos días he estado empeñado en obtener los datos que me permitieran sustentar mis afirmaciones de que los grandes consorcios farmacéuticos del mundo se equiparan en poder económico, político y en la capacidad innegable para intervenir y operar en su beneficio, a los órganos de gestión de las administraciones gubernamentales de los países en los que están domiciliados y, por supuesto, en aquellos a los que han extendido sus intereses, o sea, el planeta Tierra. Sobre el poderosísimo e inmenso consorcio militar ubicado y funcionando permanentemente los 31 mil 536 segundos que tiene un año de 365 días, ampliándose, renovándose, perfeccionándose para cumplir eficazmente el objetivo esencial de su razón de ser: en caso de una conflagración nuclear, de haber supervivientes, los buenos (evidentemente los WASP) tendrían que ser mayoría calificada. Todos sabemos las funciones de la casi totalidad de los ejércitos: preservar el orden, la tranquilidad, la civilidad, el estado de derecho, el acatamiento, sin siquiera gestos o silentes trompetillas a las instituciones, la paz social (así sea post mortem), y el acatamiento a las normas vigentes, aunque las conozcamos menos que a Norma, la de la tintorería.
En cambio, las empresas de comunicación espacial no muestran sus cartas. Al contrario, las desfiguran. Ocultan que, en verdad, ellas son El Guasón, cuyo código postal corresponde a Ciudad Gótica y Lex Luthor, quien habita en Ciudad Metrópolis. Las grandes y más millonarias empresas dedicadas a la comunicación audiovisual a través del espacio llevan enormes ventajas: sus inversiones son esencialmente en el pago de conocimientos, talento, creatividad. No es poca cosa, por supuesto, pero frente a lo que implica crear mundos virtuales para acceder a los que impone la realidad, no hay comparación. Sobre este asunto versará nuestra próxima plática pero, con el perdón de la concurrencia, me veo obligado a un abrupto cambio de tema que explicaré más adelante, pero anticipo: mi pleito con las empresas y laboratorios, nada tiene que ver con mi reconocimiento y apoyo irrestricto a la aplicación universal y gratuita de la vacuna. Lo digo en singular porque las englobo a todas de cualquier nacionalidad que ostenten. Ahora un poquito de historia, que a nadie le cae mal.
Edward Jenner nace en Berkeley, en mayo 1749. Desde sus primeros años de estudios, su vida se divide en dos intensas pasiones: la gana de saberlo todo, de encontrar las razones, las causas de cuanto acontecía y lo rodeaba. En su otra vertiente, Jenner era un admirador asombrado de la naturaleza, de cómo los hombres la transformaban y la convertían en otras cosas igualmente bellas. Una parte de él quería conocer la vida para contribuir a mejorarla y, por la otra intentaba transmitir sus sentimientos, sus emociones y la interpretación que hacía de la vida de sus contemporáneos. En la vida de Edward hay nombres fundamentales: primero, a quien podemos considerar su inspiración, la chispa que provocó el estallido del genio: Sarah Nelmer, ordeñadora de vacas. Ella fue quien le dio las palabras mágicas, el “abracadabra” que le abrió las entendederas: “Yo nunca tendré la cara marcada por la viruela, porque ya tuve la viruela bovina”. Eso le dijo la humildísima y sabia mujer que, más que con personas de saber había tenido relación diaria con el ganado vacuno. Fueron esos nobles animales los que dieron su nombre a este milagro al que todavía, esperanzados, convocamos: vacuna. Palabra promesa que nos llega de ese noble e imprescindible animal.
Luego los dos maestros de profesión y de vida: Abraham Ludlow médico de pueblo con el que Jenner a veces era cirujano, pero, antes que nada, boticario. El tercero fue el doctor John Hunter, cirujano y anatomista, de quien Jenner fue alumno predilecto a los 21 años y con quien cultivó una estrecha relación amistosa y profesional que duró lo que la vida. Luego tenemos que anotar una segunda mujer, lady Montagu, quien en Londres enfrentó los prejuicios y la envidia los de ex secretarios de salud de la época, que rechazaban un novedoso proceso curativo llamado “variolización” y que recurría a la inusitada “inoculación” de una persona sana con materia infectada. El 14 de mayo de 1796, Jenner tomó la gran decisión: inoculó al niño de ocho años James Phillips (cuyo nombre deberían llevar muchas escuelas en todos lados) con una materia infectada y vivió. Y con él, millones de personas en el mundo. Se dice que Jenner es el hombre que más vidas humanas ha salvado en la historia.
Hasta aquí este capítulo. No cabe un renglón más. Prometo no olvidar dónde quedó nuestra charla de hoy y recordar además la existencia de otros seres humanos que son algo más que el nombre de una calle: Salk, Pasteur, Fleming, Koch.
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