Secuestrar es retener, impedir, arrebatar, forzar. Es, también, el pan de cada día en la vida de no pocos países hace tiempo acostumbrados a la violencia real como parte de su vida cotidiana, en un planeta cuyos habitantes no han logrado un equilibrio, como tara de conciencia, entre cerebro, corazón y palabra. Los secuestros que ha ocasionado la pandemia, tan dañina en lo social como discreta en lo letal, son incalculables, pues no se trata ya de apropiarse de personas para pedir rescate por ellas o para ejercer una venganza o intimidar una causa. Es algo más sutil, pero igualmente catastrófico.
Que el grueso de la población se quede en casa como medida para prevenir contagios, ha tenido como resultado el empobrecimiento de la mayoría, excepto los fabricantes de enfermedades y medicamentos, que ya no saben dónde guardar el inimaginado dinero obtenido por luchar contra el virus. El resto de las enfermedades o han sido postergadas y desatendidas o de plano borradas de la lista de prioridades sanitarias, habida cuenta de lo redituable que resultó encaramarse al carro del combate a la nueva violencia, al impune secuestro de usos y costumbres, de empleos, servicios, estudios, relaciones.
A manera de perversa compensación, la televisión, abierta o de paga, concesionaria con derechos, difunde a todas horas añejas formas de manipulación, es decir, de permanente secuestro de neuronas, cordura, confianza, autocrítica, de una libertad antes precaria y hoy reducida al mínimo.
Queda la opción de cambiar de canal, película, serie o, en un remoto caso, de apagar el siniestro aparato, Sagrado Corazón de una posmodernidad renegada pero crédula, a merced de informaciones que no ayudan a relativizar, a dejar de ver como permanente lo que es transitorio, incluida la existencia. La familia no se queda atrás en materia de secuestros y la pugna padres-hijos se viste de blanco como especialista, paramédico o enfermera que, imperiosa, retiene en casa a viejos, adultos o jóvenes, antes que por amor por la preocupante posibilidad de tener que cuidar a un enfermo que me pueda contagiar.
Haberse apropiado física y emocionalmente de las personas, amenazándolas con el miedo antes que con la letalidad del virus, es repetir viejos esquemas y afinar nuevos métodos de control. De cada uno dependerá asumir su libertad con responsabilidad, es decir, con habilidad para responder a estos secuestradores.