Cuando el capitalismo se atora, como está sucediendo cada vez con más frecuencia y en un entorno de creciente inestabilidad, el gobierno tiene que salir al quite.
No hay remedio. A pesar de las quimeras políticas que se fueron creando desde los años 1980 acerca de la necesidad de reducir el tamaño del sector público. Y, también, de las entelequias académicas con respecto a las expectativas racionales de los agentes económicos, o bien, la hipótesis de la eficiencia de los mercados financieros.
En lo que va del siglo han sido ya tres ocasiones significativas en las que distorsiones en los mercados y en la estructura del endeudamiento han requerido intervenciones y ajustes; por cierto, de creciente profundidad.
En 2001 fue la llamada crisis dot.com, asociada con la alta especulación en empresas de tecnología que provocó una sobrevaluación de tal magnitud que la burbuja reventó con el consiguiente desquiciamiento de los mercados y la intervención del gobierno.
Este fue sólo el preludio de los excesos de 2007-2008; el colapso de la famosa exuberancia irracional, que llevó a la bárbara situación en que se hicieron enormes fortunas apostando a que las deudas no se pagarían. Las apuestas no las hicieron sólo los fondos de cobertura ( hedge funds), sino hasta los mismos bancos que emitían esas deudas, como fue el caso de las hipotecas chatarra. La impunidad en serio.
Y todo eso en nombre de la innovación financiera; la falsa idea de que los precios de las casas nunca bajarían; con gobiernos ausentes y reguladores siempre rezagados frente a lo que pasaba en los mercados desbocados. Y, claro, una desmedida sed de ganancias rápidas.
Una trama cuyos efectos negativos aun persisten. Los gobiernos de los países más desarrollados intervinieron para paliar la debacle y la política monetaria se adaptó con una expansión sin precedente para crear enormes cantidades de dinero, llevando las tasas de interés a niveles ínfimos e, incluso, negativos. El impacto redistributivo de la crisis fue muy grande y desigual. El capital financiero fue el protagonista principal de la crisis, algunas instituciones públicas y privadas quebraron, el sector se restructuró y volvió a las andanzas.
Las presiones vinieron de un lugar insospechado en 2020: el coronavirus, la pandemia, la reacción sanitaria y los reacomodos políticos y económicos. La historia está aun en curso y las consecuencias son significativas en varios frentes.
La caída simultánea de la demanda y la oferta creó condiciones que propiciaron la expansión del gasto público para sostener en alguna medida las transacciones. Ahora no se podía implementar una política de austeridad como en 2008, era cada vez más imperiosa la reacción activa a cargo del gobierno.
La pandemia forzó una parálisis productiva con severas repercusiones en el nivel del empleo, despeñando el ingreso de un amplio segmento de las familias y las empresas. Los gobiernos han intervenido, inyectando recursos a la economía para sostener un nivel de ingresos que está por debajo de lo que se requiere. La sangría ha sido muy grande.
En Estados Unidos, el anterior gobierno había ya lanzado un plan de ayudas temporal que no fue suficiente, al tiempo que la pandemia se extendía y las vacunas no aparecían. Ahora, el gobierno de Biden, con un Congreso que, por la mínima mayoría, es decir, con la ausencia de votos republicanos lanzó un plan de enorme envergadura. Son, como se sabe, 1.9 billones de dólares (1.9 con 11 ceros detrás) de apoyos a hogares y empresas y en pleno proceso de vacunación. También es temporal, también la Reserva Federal mantiene una política expansiva con bajas tasas de interés y, también hay un ajuste especulativo en los mercados de acciones y otros activos, como materias primas y casas que provocan nuevas distorsiones.
En el amplio debate del plan Biden se cuestionan los efectos esperables de este impulso a la economía. En general se admite que es necesario; hay quienes lo consideran excesivo. Temen que el gasto desate la inflación en el mediano plazo, con las consecuencias sobre la depreciación del valor del dinero, de los ingresos y los patrimonios y sobre todo el desgaste de la compleja estructura de endeudamiento público y privado que es el verdadero armazón de la economía capitalista.
Se debate que el plan pospone el gasto público en infraestructura que no se ha realizado en mucho tiempo; que el incremento en la deuda pública sea excesivo. Se abren discusiones que estaban pospuestas con la ideología neoliberal que se sostenía ya a rastras a pesar de varias décadas de provocar desajustes económicos y gran desigualdad social. Hasta los republicanos saben que es un programa popular incluso entre sus huestes y fingen.
El gobierno es el protagonista, ahora con un enorme gasto, como antes lo fue con una dura austeridad. Esto que digo no es un panegírico del gobierno, es que no hay de otra en el esquema político vigente. Es un plan exigido por las circunstancias y debe llegar a la gente que lo necesita. En México, se sigue defendiendo la austeridad ante la crisis, una austeridad ciertamente selectiva que recibirá algunas bocanadas de oxígeno como cortesía de Mr. Biden. Pero no será gratuito.