Vivimos en una sociedad enferma. Las manifestaciones son muchas. El uso de antidepresivos, ansiolíticos, y los derivados del opio muestran un comportamiento poco habitual. La crisis de la oxicodona en Estados Unidos ha convertido el dolor en un negocio para los laboratorios farmacéuticos. Asimismo, se ha transformado en una epidemia a la cual se unen conductas autolíticas. Autolesionarse resulta una vía de escape para millones de personas en el mundo. El temor al fracaso es una de sus causas más comunes. Los jóvenes y adolescentes se encuentran entre la población más vulnerable. Infringirse daño se transforma en un modo de sentirse libre, de romper ataduras.
No son los dolores del cuerpo los que provocan el deseo de autolesionarse. Por el contrario, son los dolores sociales, aquellos dependientes de las estructuras de explotación, dominio y desigualdad. La pérdida de confianza y la soledad actúan como catalizadores de un dolor cuya forma de combatirlo consiste en violentar el propio cuerpo. La depresión, la neurosis o el trastorno límite de la personalidad, caracterizado por la forma en la cual la persona se piensa y siente en relación consigo misma y los demás, son síntomas de una realidad propia del siglo XXI y el capitalismo digital.
Richard Wilkinson y Kate Pickett, en su ensayo Igualdad, cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo, alertan: “En Gran Bretaña 22 por ciento de los adolescentes de 15 años se han hecho daño a sí mismos al menos una vez, y 43 por ciento de ese grupo afirmaron hacerse daño una vez al mes. En Australia, un estudio con adolescentes señala que 2 millones de jóvenes se autolesionan alguna vez a lo largo de su vida. En Estados Unidos y Canadá, los datos apuntan a que entre 13 y 24 por ciento de los escolares se lesionan voluntariamente y niños de sólo siete años se hacen cortes, se arañan, se queman, se arrancan el pelo, se provocan heridas y se rompen huesos deliberadamente”.
Estas conductas hunden sus raíces en un cambio en la manera de percibir el dolor. “Cuesta imaginar que la angustia mental pueda convertir la vida en una experiencia tan dolorosa que el dolor físico resulte liberador y proporcione una sensación de control (…), pero son muchos los niños, jóvenes y adultos que afirman lesionarse al sentir vergüenza, autoexigirse o creer que no están a la altura”.
El dolor se construye y se articula. Así, entramos en otra dimensión en la cual las conductas hacia el dolor se pueden inducir y recrear. Según el coronel estadunidense Richard Szafranski “se trata de influir en la conciencia, las percepciones y la voluntad del individuo, entrar en el sistema neocortical (…) de paralizar el ciclo de la observación, de la orientación, de la decisión y de la acción. En suma, de anular la capacidad de comprender”.
Miedo y dolor, una combinación perfecta. El miedo se orienta hacia objetivos políticos. Sus reclamos pueden ser el desempleo, la inseguridad, el hambre, la exclusión o la pobreza. En este contexto, el dolor entra con fuerza en la articulación de la vida cotidiana, muta en un mecanismo de control. Y aquí el concepto se extravía.
William Davies, en su estudio Estados nerviosos, cómo las emociones se han adueñado de la sociedad, subraya: “Hasta la segunda mitad del siglo XX, la capacidad del cuerpo para experimentar el dolor por lo general se consideraba una señal de salud y no como algo que debía ser alterado empleando analgésicos y anestésicos (…). El paciente que simplemente pide ‘termine con el dolor’ o ‘hágame feliz’ no está exigiendo una explicación, sino el mero cese del padecimiento (…). La frontera que separa el interior del cuerpo comienza a ser menos clara (…). En esencia, despoja el sufrimiento de cualquier sentido o contexto más amplio. Coloca el dolor en una posición de fenómeno irrelevante y por completo personal”.
El dolor social, el padecimiento colectivo, la conciencia del sufrimiento, se desvanece en una experiencia imposible de ser comunicada. Pierde toda su fuerza. Ser feliz, eliminar el dolor o derivarlo hacia una vivencia personal, desactiva la crítica social y política, uniéndose a conductas antisistémicas.
Pero al mismo tiempo, el dolor se instrumentaliza. En este contexto, es un arma eficaz. Se busca crear dolor, potenciar sus efectos en las personas. Hacer que forme parte de una conducta flexible y sumisa, donde el dolor paraliza. En este sentido, la construcción de conductas asentadas en el manejo del dolor se ve favorecida por el desarrollo del Big Data y la interconexión de dispositivos capaces de penetrar en lo más profundo de la mente-cerebro. La realidad aumentada bajo la inteligencia artificial posibilita expandir el mundo del dolor en todas las direcciones. El llamado Internet de las cosas se convierte en una fuente inagotable de emociones y sentimientos, forjando estados de ánimo capaces de doblegar la voluntad bajo el control político del dolor social. Y lo más preocupante, está en manos de empresas privadas.