Lejos están los vestíbulos de techos altos y alfombras coloridas que daban la bienvenida a un público que, antes de pasar a la sala, se debatía ante el dilema que implicaba el decidir llevar palomitas, helado o gaznates para, con lo que fuese su elección, olvidar su propia historia y vivir frente a la pantalla grande la de alguien más. Hoy la historia es otra, los cines son iguales entre ellos, y las palomitas –que ya no saben a palomitas– no llegan al inicio de la película debido a la cantidad de anuncios que, a pesar de haber pagado boleto, se nos impone. Los niños han cambiado jugar entre ellos frente a la pantalla por kilos de azúcar que, sentados en butacas reclinables, introducen a su organismo mientras viven una experiencia que ya no les asombra.
Una ida al cine se iniciaba mucho antes de llegar; la decisión sobre la película que se vería podía ser un asunto de apuradas discusiones familiares a pesar de que no se tenía demasiada oferta, pues la cartelera contaba, a lo mucho, con tres o cuatro filmes que se mantenían en proyección durante varias semanas, o incluso meses. Ir al cine era más que sólo ver una película, desde el momento en el que se pactaba madres y padres contaban con un poderoso elemento coercitivo que ponía en orden la disciplina familiar, con el que los niños comían hasta el último bocado sin repelar y entregaban sus tareas con más puntualidad que el inicio de la proyección de la película que tanto ansiaban ver.
Fue en 1896 que se proyectó por primera vez una película en México. Sucedió en el Castillo de Chapultepec con un público conformado por Porfirio Díaz y sus colaboradores consentidos, perros con hueso que nomás por eso ni mordían ni ladraban, y que quedaron asombrados ante la proyección con la que un par de emisarios de los hermanos Lumière, Ferdinand Bernard y Gabriel Vayre, mostraron secuencias de no más de 90 segundos en las que obreros salían de la fábrica Lumière, en Lyon, o en las que un jardinero que regaba flores era víctima de un bromista que al pisar la manguera le cortaba el suministro de agua, logrando con ello que mirara la punta de la manguera para terminar empapado, situación que lo encolerizó a tal grado que persiguió al vivales hasta alcanzarlo y jalarle las orejas. Se trata, esa película, de la primera de ficción, cómica y con argumento, conocida con el nombre de El regador regado, aunque su título, bastante inferior, es El jardinero y el pequeño juguetón.
Poco después de aquella proyección se colocó un cinematógrafo en la droguería Plateros, en el número nueve de la calle de Plateros (hoy Francisco I. Madero), el primer cine de nuestro país, donde parte del público salió corriendo con la proyección de un ferrocarril en marcha al creer que serían embestidos por él. A partir de entonces comenzaron a abrir varias salas cinematográficas, muchas en barrios puestas con largas bancas que no alcanzaban para todos, por lo que buena parte del público veía la película de pie. Otras salas eran más elegantes y estaban ubicadas en edificios majestuosos como el Diana, el Odeón o el Alameda, y de manera posterior el Continental que, sobre avenida Coyoacán, tenía como fachada un castillo que lograba hacer sentir al público estar en el mismísimo palacio de los personajes de Disney.
Ante la creciente demanda de salas cinematográficas durante la década de los 40, se llevó a cabo un proyecto que buscó ofrecer al público un cine monumental, a todo lujo, con más de 3 mil butacas en las que familias completas pudieran disfrutar las películas de una industria que después de la guerra se recuperaba y ofrecía cientos de historias. Todo estaba listo y preparado para la inauguración del cine Cosmos en la que se proyectaría El hombre inolvidable, protagonizada por Larry Parks y ganadora de dos premios Óscar, pero, lamentablemente, durante una prueba de iluminación algo salió mal y un incendio pausó aquel sueño, mas no lo detuvo.
Dos años después se reabrió y al poco tiempo se convirtió en la primera sala en México en ofrecer permanencia voluntaria, algo que agradecieron, durante generaciones, parejas de novios que por pocos centavos encontraban ahí un espacio en el que su deseo de sentirse cerquita entre ellos no tenía que sujetarse a la duración del filme, como en otros cines. El Cosmos fue refugio de millones de capitalinos que en aquella sala olvidaron sus problemas a través del cine, pero también ofreció otro tipo de amparo: uno ante la represión y la violencia cometidas el jueves de Corpus de 1971 durante el halconazo, cuando estudiantes que huían del grupo paramilitar encontraron protección dentro de sus muros.
El Cine Cosmos apagó la luz de su proyector en 1988 y estuvo a punto de ser un centro comercial o una funeraria, pero por fortuna fue recuperado y hoy, mediante talleres, capacitaciones, disciplinas artísticas y ciberescuelas, es un espacio en el que se vuelven a vivir todo tipo de historias que, a diferencia de las de las películas, no son de personajes sino de personas reales que encuentran en la esquina de la Calzada México Tacuba con el Circuito Exterior al Cosmos, un Faro cuya luz vuelve a iluminar a la Ciudad de México.