El 18 de marzo de 1938, el presidente Lázaro Cárdenas decretó la nacionalización de las empresas petroleras que dominaban a la industria. A más de cuatro décadas de distancia, Pemex y sus filiales se encuentran en un estado de arruinamiento penoso. Durante la segunda mitad del siglo XX, el estamento político priísta se sirvió de ella como “caja chica” –o, mejor dicho, como “caja grande”– para promover campañas políticas, enriquecimientos súbitos y contratos inverosímiles. En suma: lo que se ha dado en llamar el disfuncional “capitalismo de compadres”. Los historiadores suelen atribuir esta trágica historia al viraje que emprendió el alemanismo a partir de 1946 y que encontró en el erario público una fuente inagotable de acumulación privada originaria. En realidad, se trata de un fenómeno más complejo.
Puede sonar como un oxímoron, pero hubo épocas en que la corrupción representó una fuerza económica, así fuera tan sólo para concentrar capitales. Ya en el siglo XXI, las administraciones panistas se dedicaron a quebrar deliberadamente a la empresa para abrir camino a una de las leyes más irónicas de la historia reciente: la reforma energética. El estatus jurídico y legal de los yacimientos petroleros volvió ahí donde se encontraba antes del constituyente de Querétaro en 1917.
Entre 1935 y 1938, el cardenismo promovió otras reformas. La nacionalización de empresas extranjeras en otras ramas (ferrocarriles, electricidad, telefonía). La multiplicación de escuelas públicas y normales. El impulso a la educación técnica superior. Y, sobre todo, el cambio de las formas de propiedad rural y, con ello, de las formas de vida en el campo. Se han realizado múltiples estudios sobre la época. Los primeros, de Frank Tannenbaum; los siempre lúcidos y provocativos de Alan Knight y, más recientemente, una espléndida y prolífica biografía del general confeccionada por Ricardo Pérez Montfort. De una u otra manera, todos coinciden en que la reforma central fue la que creó un nuevo nomos de la tierra.
En tan sólo tres años, se expropiaron más de 17 millones de hectáreas. Prácticamente, se podría afirmar que la hacienda, en tanto que figura de orden y forma de vida, desapareció de la geografía social mexicana. Aunque las tierras fueron cedidas a las poblaciones que circundaban las haciendas bajo la forma de las distintas formas de propiedad que preveía el artículo 27, la mayor parte se repartió en calidad de ejidos.
El hecho respondía, en parte, a la experiencia del propio Cárdenas. El primer proceso de expropiación de haciendas tuvo lugar en tres estados durante la época de la revolución armada, entre 1910 y 1920: Morelos, Chihuahua y Sonora. Zapata entregó las tierras en calidad de pequeñas propiedades, cuya soberanía era depositada en las comunidades agrarias. En los años 20, al no contar con capital ni recursos, su proceso de empobrecimiento fue raudo, cuando no quedaron atrapadas en las redes de los agentes de Jenkins, que destinaba la caña a la producción de alcohol en la era de la prohibición estadunidense. Villa no distribuyó la tierra. Sustituyó a los hacendados por administraciones político-militares. Los sonorenses se limitaron a repartir las antiguas propiedades entre la oficialía de sus tropas.
Decepcionado de los resultados de estas tres variantes del reparto agrario, las cuales desembocaron en la formación de nuevos caudillos militares, Lázaro Cárdenas optó, siendo gobernador de Michoacán en 1928, por el ejido. Después, procedió de la misma manera desde la Presidencia. Más allá del debate sobre la eficiencia o no de la producción ejidal, los peones de las haciendas (a los cuales no se les entregaron tierras), quienes no eran sujetos de la distribución ejidal, quedaron libres del régimen de la servidumbre y sin propiedad alguna. Fueron ellos los que emigraron masivamente a las ciudades y conformaron así el verdadero núcleo de lo que sería el capitalismo mexicano.
Ya sea en la teoría de David Ricardo, la de Marx o la de Weber, todos coinciden en que la condición principal de la emergencia de la sociedad de mercado es la transformación de la mayor parte de la población productiva en agentes libres que sólo cuentan con su trabajo para sobrevivir.
Uno pensaría que el gran impulso a la modernización del país provino del Porfiriato. Es una apreciación del todo incorrecta. En realidad, su construcción como un arco de la modernidad mexicana es un artilugio confeccionado por historiadores como Cosío Villegas o François-Xavier Guerra. El Porfiriato mantuvo a la mayor parte de la fuerza de trabajo bajo las condiciones de un régimen de servidumbre, como lo mostró exhaustivamente alguna vez Friedrich Katz.
Acaso Cárdenas pensó que podría tratarse de un capitalismo infundado en una forma embrionaria de Estado de bienestar. No fue así. El ejido se tradujo en un dispositivo para extraer excedentes del campo y empobrecer a los campesinos. Lo que sí logro, sin duda, fue descaudillizar la política nacional.