La difusión de nuevas variantes del coronavirus causante de Covid-19 ha llevado a que se prorroguen e incluso se endurezcan las restricciones a la movilidad internacional en amplias partes del mundo. En esta tónica, Estados Unidos anunció que, de mutuo acuerdo, sus fronteras terrestres con México y Canadá permanecerán cerradas a viajes no esenciales por lo menos hasta el 21 de abril, en lo que supone la prolongación por más de un año de una medida originalmente concebida para durar un mes.
A su vez, el gobierno mexicano decidió, por primera ocasión, replicar dicha política en su frontera con Guatemala.
Las restricciones también se dan en el ámbito internacional y, de manera acusada en el espacio europeo. En los días recientes, Francia, Italia y Polonia han experimentado alarmantes repuntes en el número de contagios y hospitalizaciones, a tal grado que se habla de un peligro de colapso de los sistemas de salud. En respuesta, París y otros territorios franceses volverán a cerrar los negocios no esenciales, limitarán los desplazamientos, y sólo permitirán el ejercicio al aire libre en un radio de 10 kilómetros alrededor del domicilio, en un enfoque denominado por el Elíseo de “frenar sin encerrar”.
En la misma búsqueda de afectar lo menos posible a una economía ya devastada, las autoridades italianas cambiaron los cierres nacionales por un sistema de semaforización regional, en el que las áreas designadas con rojo cerrarán las tiendas de artículos no esenciales, apremiarán a la población a mantenerse cerca de casa (con excepciones para asuntos de trabajo o salud), y limitarán el funcionamiento de restaurantes y cafés al servicio para llevar o a domicilio.
Estas medidas resultan comprensibles ante el deseo de los gobiernos de evitar la propagación internacional de las nuevas y más contagiosas variantes del nuevo coronavirus y de reducir el ritmo de las infecciones al interior de sus territorios, pero no dejan de ser inquietantes en cuanto traen consigo una serie de implicaciones en todos los órdenes. Ejemplo de ello son las duras cuarentenas impuestas a los viajeros internacionales por vía aérea: en Gran Bretaña, los adultos que ingresan al país deben permanecer 10 días aislados en una habitación de hotel designada por las autoridades, con un costo de 2 mil 450 dólares y bajo amenaza de una multa de 14 mil dólares o una década en prisión si violan las disposiciones oficiales. Hong Kong y Vietnam representan casos extremos, con aislamientos de 21 días que se convierten en desafíos no sólo logísticos y financieros, sino también de salud mental.
Todos los involucrados parecen conscientes de que la economía mundial difícilmente soportará un segundo año operando al mínimo, con la incertidumbre como única constante. Sin embargo, el sufrimiento y las pérdidas tanto materiales como humanas se ven prolongadas por decisiones egoístas e irracionales, cuyo principal ejemplo es el acaparamiento de vacunas dentro de los países ricos. Por ello, deben redoblarse los exhortos a los líderes de las llamadas naciones desarrolladas para que compartan las inmunizaciones disponibles y procuren su reparto bajo criterios científicos, no chovinistas o de cálculo político; en el entendido de que esta agonía social, familiar, económica, política e incluso existencial sólo podrá abreviarse si se acelera y racionaliza la producción, distribución y aplicación a escala planetaria de las vacunas.