Quién habría imaginado que buen número de los problemas más arduos relacionados con la pandemia correspondería al elemento que, en la actual coyuntura, ofrece la más sólida perspectiva de dejarla atrás: las vacunas. En el primer año de la pandemia, las vacunas fueron vistas como oportunidad de colaboración científica abierta a todos y en favor de todos, como campo privilegiado de cooperación multilateral. Se han revelado, en cambio, como campo de batalla, como ámbito de afirmación de posiciones cerrada-mente nacionalistas, como escenario de competencia irrestricta, despiadada. En la primera mitad de marzo, con el inicio del año dos de la pandemia, se desató una suerte de “tormenta perfecta” en torno a las vacunas: la mayoría de los países europeos, sobre todo occidentales, suspendió por un tiempo la aplicación de la desarrollada por Oxford-AstraZeneca, una de las tres más utilizadas; esta decisión, adoptada por cada uno se esos países, se predicó en informaciones que relacionaban su empleo con unos cuantos casos –algunos fatales– de problemas de coagulación o hemorragias internas; la empresa negó ese aserto al señalar que en Europa (incluso Reino Unido) ya se han aplicado más de 17 millones de dosis; la autoridad europea de salud inició una pesquisa urgente; la OMS indicó que el riesgo, de existir, era mucho menor al derivado de lentificar el ritmo de vacunación y alentar las actitudes opuestas a la inmunización, manifiestas en diversas latitudes.
Complicaron la tormenta factores como la coincidencia de esta suspensión con el surgimiento, en la mayor parte de Europa, de lo que muchos consideran una tercera oleada de contagios; las reiteradas informaciones sobre la seguridad y eficacia de las distintas vacunas disponibles, no suficientemente aclarados por los fabricantes; la evidencia creciente de que la todavía limitada producción del antídoto está siendo acaparada por unos cuantos países avanzados, que disponen de reservas suficientes para cubrir varias veces sus necesidades, mientras gran número de países pobres sólo tienen acceso, en el mejor de los casos, a las vacunas provenientes del mecanismo Covax, analizado en este espacio hace dos semanas; y, entre otros, el hecho de que el primer esfuerzo multilateral para acelerar la producción de vacunas, anunciado en una cumbre virtual del grupo Quad (Australia, Estados Unidos, India y Japón), esté estrechamente vinculado a un objetivo político diverso: contener a China.
No será fácil desenredar esta espesa madeja. Se ha adelantado la hipótesis de que la competencia entre los grandes laboratorios trasnacionales de Occidente no se relaciona en realidad con el suministro inmediato –en 2021, 2022 y quizá 2023– de los primeros 100 o 200 miles de millones de dosis, sino con alcanzar el dominio en este nuevo mercado en los siguientes 10 o más años, cuando la vacuna se aplique en forma periódica, quizá anual, como se aplica ahora la vacuna para la influenza. Esta perspectiva explica que los laboratorios estén dispuestos a facilitar algunos suministros, a través de Covax o de otros instrumentos, en condiciones favorables o incluso a título gratuito, pero de ninguna manera a abrir la propiedad intelectual sobre las vacunas y permitir una producción multiplicada y diversificada. Es claro que los actuales fabricantes tendrán una ventaja incontrastable en la producción de nuevas vacunas, efectivas ante las variantes del SARS-CoV-2 que continuarán apareciendo mientras la pandemia siga activa.
Hay quien contempla las dificultades que enfrenta la vacuna de AstraZeneca como un episodio de esa competencia, subrayando que es la de menor precio entre las mayormente disponibles en los países avanzados, en especial en Norteamérica y Europa, y la que ha sido considerada más adecuada para ser distribuida con amplitud cuando el esfuerzo de inmunización se extienda por todo el mundo. Otro elemento que alteró las condiciones de competencia –aunque bienvenido desde el punto de vista de acelerar la disponibilidad – fue la intervención del gobierno estadunidense para que un laboratorio que había fracasado en el desarrollo de su vacuna –Merk– cooperase en la producción de la vacuna de un tercer fabricante –Johnson&Johnson–.
Estas empresas y los gobiernos de sus países sede han resentido la entrada a los países en desarrollo de vacunas producidas por China y la Federación Rusa. Empero, es todavía muy desigual el uso de las diversas vacunas. Mientras, según datos publicados el 16 de marzo por The New York Times, la de Pfizer se usa en 73 países, AstraZeneca en 72 y Moderna en 32, Gamaleya (Sputnik V), de Rusia, ha llegado a 18 y las dos provenientes de China, Sinopharm y Sinovac, a 17 y 12. En el mundo se han aplicado hasta ahora 381.2 millones de dosis de las diferentes vacunas, es decir, sólo cinco por cada 100 personas.
Como se advierte, el esfuerzo de vacunación apenas arranca. Ha iniciado en forma desequilibrada, discriminatoria y poco eficaz. Requiere ser reformulado con un enfoque multilateral –no el de Quad, sino el de Naciones Unidas–.