A los 16 años tuve la dicha de ser mamá. Doña Paula Arce, la partera del pueblo, se encargó de cuidarme para que mi hijo Daniel naciera sano y fuerte. Hicimos la costumbre de rezar en el manantial para ahuyentar la enfermedad. Fueron muy importantes los consejos de mi abuela y de la partera, que cada mes venía a sobarme para colocar bien a mi criaturita. Pedro, mi esposo, aceptó vivir en la casa de mis papás mientras nacía mi primer hijo. Como éramos 10 hermanos, no teníamos un lugar propio, por eso nos fuimos a Plan de Guadalupe, donde vive su familia. Humildemente hicimos nuestra casa con palos y ahí empezamos a sembrar plátanos para venderlos en la cabecera municipal de Tlacoapa. Me acostumbré a vivir en el cerro, porque hay mucha tranquilidad y porque los manantiales están cerca para acarrear el agua y regar las plantas.
A los tres años tuve mi segundo embarazo. En ese tiempo llegaron a la comunidad las caravanas de salud y ahí aproveché para que me registraran y me atendieran los médicos. También me apoyó doña Tecla, otra partera del pueblo. Todo salió bien y fue una gran alegría para mis suegros que llegara su segundo nieto. No sé qué pasó con mi bebé porque desde que nació, por las noches lloraba mucho y sacaba flemas. Como en la Montaña no hay médicos ni enfermeras, las señoras mayores me recomendaban que le diera té de yerbabuena, porque seguramente todavía su estomaguito no se limpiaba bien. Al ver que no mejoraba fuimos caminando al hospital de Tlacoapa. No tuvimos suerte porque no hubo quién nos atendiera. Nos regresamos caminando a Plan de Guadalupe. Mi bebé dejó de llorar, pensé que se había calmado por la pastillita que le di, pero más bien se estaba muriendo. Cuando lo recosté en el piso de tierra, sus ojitos estaban semiabiertos y noté que no respiraba. Traté de darle un té y el jarabe, pero su boquita ya no se abría. Sólo tres meses pude disfrutar a mi niño que no nos dio tiempo de bautizar. Le pusimos Pedro, como su papá.
Bien recuerdo que fue después de la fiesta de San José cuando le dije a Pedro que estaba embarazada. Nos alegró mucho porque nos ayudaría a sanar la herida que dejó Pedrito entre todos los de la casa. Los médicos de las caravanas de salud llevaron el control de mi embarazo. En mayo opté por ir al Hospital Básico de Tlacoapa con el fin de que ahí pudiera tener a mi hijo. Cada mes caminaba dos horas, de la colonia Los Pinos a Tlacoapa. Cuatro días antes de la fiesta de la Virgen de Guadalupe, en 2019, como a las 6 de la mañana empecé con los dolores de parto. Me sentía muy mal, al grado que se me dificultaba moverme. Al llegar a la oficina del comisariado de bienes comunales, que funciona como hospital, me tomaron la presión. En ese rato llegó la partera Tecla Ramírez. No la dejaron pasar, a pesar de que les pedía que de favor me atendiera, porque podía explicarle en me’phaa lo que estaba sintiendo y tenía más confianza con ella. Ahí me tuvieron como dos horas. No me acuerdo qué pasó, siento que me anestesiaron y no supe más de mí.
Como a las 4 de la tarde, una enfermera gritó desde arriba: “¡Dónde están los familiares de la paciente Lucrecia!” Me levanté del piso y le dije yo soy su esposo. Sin darme explicación, sólo me dijo: “Se necesitan pañales para el bebé, también pañales para adulto y unas jeringas”. Mi hermana Judith se acercó a la enfermera para preguntarle cómo se encontraba Lucrecia. Sin mirarla, contestó: “Espere, luego les avisamos qué pasa”. Tras entregar los pañales permanecimos en la calle en espera de información. Como a las 6 de la tarde gritó el médico que atendía a mi esposa: “¡Dónde están los familiares de la paciente Lucrecia!” Corrí junto con mi hermana Judith con la ilusión de que me informaran que ya había nacido mi bebé. Con gesto de pocos amigos, el doctor, sin dar explicación de lo que pasaba, sólo nos dijo que trasladarían a Lucrecia al hospital de Tlapa. Le preguntamos qué había pasado. Se quedó pensando un rato y nos dijo: “Hubo un problema, una parte de la placenta se quedó adentro y hemos intentado sacarla, pero su caso se ha complicado”. Su preocupación mayor es que sangraba mucho y no podían parar la hemorragia.
Antes de bajar a mi esposa, salió una enfermera con un bebé en brazos y le dijo a mi hermana Edith “te entregamos a la bebé para que vayas en la ambulancia y acompañes a la paciente a Tlapa”. Con una pequeña cobijita cubrimos a la bebé que no traía puesto el pañal. Fue muy angustiante la espera porque pasó más de una hora y no bajaban a Lucrecia. Cuando por fin la sacaron en una camilla logré acercarme y vi a Lucrecia que sacaba espuma por la boca. Tenía los ojos cerrados y ya no se movía, llevaba el suero entre las dos manos. Cuando estaban arriba de la ambulancia, a pesar de que cerraron la puerta, vi que el médico y la enfermera hacían maniobra en el cuerpo de mi esposa. Le apretaban con mucha fuerza la parte el estómago. Entiendo que intentaban reanimarla, pero no pudieron, más bien la lastimaron y terminó desangrándose. Bajaron de la ambulancia y del área de urgencias me llamaron. No sabían cómo decirme lo que había pasado. Ya no me aguanté y les tuve que reclamar por qué se portan así con la gente de la Montaña. “No porque seamos indígenas nos van a ignorar, ahorita me van a decir qué pasó con Lucrecia.” El médico me dijo: “Tu esposa se alivió bien. Yo corté el cordón umbilical y la placenta se fue para adentro. Metí la mano e hice todo lo posible por sacarla. Saqué pedazo por pedazo. Metí la pinza y aun así no pude. Se quedó un pedazo de placenta adentro”. Esa fue la causa de la muerte de Lucrecia. Mientras, el cuerpo de mi esposa yacía en la ambulancia. Fue hasta la una de la mañana cuando me entregaron su cuerpo, sin que a nadie le doliera la muerte de una madre indígena de la Montaña.