Serán apenas unos cuantos los que no estén de acuerdo con las razones de fondo del movimiento feminista; se trata de un asunto de justicia y de igualdad, de superar un sistema bautizado como “patriarcado”, en el cual el estatus social de las mujeres es automáticamente inferior al de los hombres, sean cuales sean los talentos y virtudes de cada persona en particular; así ha sido por siglos y milenios. En esta colaboración a La Jornada no me ocuparé de los hechos de carácter sociológico o cultural generadores de ese fenómeno, lo importante está en reconocerlo como una realidad y superarlo.
En la ley, la injusticia está resuelta; el artículo primero de la Constitución concede iguales derechos a todas las personas sin distinción alguna y el cuarto, en su segundo párrafo, establece categórico: “El varón y la mujer son iguales ante la ley”. En los códigos civiles y leyes familiares, hace alrededor de 100 años que se suprimió la “potestad marital” por la cual el esposo tenía el papel de tutor de su esposa, que no podía administrar por sí misma sus bienes ni contratar si no contaba con la autorización del marido.
Lamentablemente sabemos bien que entre el deber ser y el ser hay distancias. En el derecho objetivo la igualdad y la equidad de género están reconocidas, pero en la vida cotidiana las cosas van lentas: la mujer sigue, por lo general, estando ligada a las labores del hogar y al cuidado de los hijos, con un agravante, hoy esa función primordial debe hacerse en no pocas ocasiones después de una dura jornada en la oficina, en el aula o en la fábrica; las mujeres ganan proporcionalmente menos que los hombres; les cuesta más trabajo abrirse camino en la vida profesional, en la política o en los negocios. Hay hostigamiento contra ellas, violencia física, verbal y sicológica y el feminicidio es un delito frecuente y no disminuye sino muy lentamente. Es necesario igualar la vida con la buena intención de las leyes. La pregunta es ¿cómo?
No está fácil. Las viejas estructuras son difíciles de modificar, resisten, no desaparecen y esto por varias razones, las costumbres, los prejuicios y las pautas de conductas son a veces más fuertes que la ley. Hace poco vi un mensaje en redes, más o menos con este texto: “Mi padre me enseñó a respetar a las mujeres; a protegerlas, a cederles el asiento, a dejarles el lado interior de la acera, abrirles la puerta, que pasen primero y a pagar la cuenta, cuando sea el caso”. Leyendo esto recordé (pero no lo encuentro en mi librero) el texto de Severo Catalina con el título La mujer; se trata de un elogio constante a las virtudes femeninas y a sus buenas costumbres, las del siglo XIX, heredadas en el XX con modificaciones paulatinas y ahora criticadas y casi abolidas en el XXI. Don Ramón de Campoamor, en el prólogo de ese libro escribió: “¿Es una apología de la mujer o un libelo contra el sexo femenino?”
Por supuesto, la conducta recordada en redes y la descrita en el libro de Catalina no son ideales aceptados plenamente en nuestro tiempo; ese no es hoy el papel de la mujer moderna, pero muchos de los conceptos descritos tienen aún vigor en la actualidad y no es fácil cambiar.
Reitero la pregunta del millón: ¿cómo?
A riesgo de echar gasolina al fuego, contesto: debe ser con argumentos, con prácticas que busquen la igualdad y que superen la tradición, con exigencia en la aplicación cabal de las normas jurídicas igualitarias, con la razón y no con la fuerza; exigiendo en el periódico, en la academia, en las cátedras, en el discurso, hasta el cansancio y por supuesto en manifestaciones públicas. Pero no con violencia, ni destruyendo ni provocando; es claro que la vida de una mujer vale más que un monumento o que el cristal de un escaparate, pero nadie en su juicio pondrá ambos valores en los platillos de la balanza. Se trata de respetar el bien más preciado que es la vida y la integridad de las mujeres y en general de los seres humanos, de sancionar a los delincuentes sin declarar para ello otra guerra.
Volvamos a la Constitución. En su artículo noveno, segundo párrafo, determina: “No se considerará ilegal y no podrá ser disuelta, una asamblea o reunión que tenga por objeto hacer una petición o presentar una protesta por algún acto a una autoridad, si no se profieren injurias contra ésta ni se hiciere uso de violencia o amenazas para intimidarla u obligarla a resolver en el sentido que se desee”.
La sociología estudia los conglomerados sociales y distingue claramente entre “manifestación” y “turba”; ambos fenómenos urbanos son reunión de muchas personas en un lugar determinado y con algún objetivo similar, sólo que la manifestación es pacífica, controlable interna o externamente y en cambio la turba no tiene control alguno; la manifestación pude convencer como en el caso del desafuero intentado contra el jefe de Gobierno López Obrador, la turba incrementará la escalada de violencia y no abonará a la intención que se busca.