Vivimos tiempos difíciles para comunicarnos entre nosotros. La filiación política define la capacidad de escuchar a quien piensa distinto, el país de origen marca el cómo se trata a un migrante en el “primer mundo” y las sociedades dan muestra de una crónica insatisfacción con lo que son. Surgen independentismos, golpismos, radicalismos; nada que nos acerque al centro, a la posibilidad mínima de escuchar argumentos. Nuestra posición respecto de un tema no tiene que ver con la solidez de nuestras ideas, sino con la debilidad de las ideas de quienes no las compartan. No creemos tanto en lo que creemos, sino en la fragilidad de la tesis de lo que otros creen. Esa es la circunstancia que solemos definir, pobremente, como “polarización”, concepto que se queda corto para entender la dimensión y profundidad del problema social del siglo XXI: la sordera ante las razones ajenas.
En ese contexto, cada coyuntura es motivo para tomar banderas y luchar a muerte. La última fue la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, y los mismos que criticaron duramente el daño al patrimonio nacional cuando se pintarrajeó el monumento a la Independencia, defendían en una extraña pirueta la legitimidad detrás de pintar una pared, un palacio, un monumento, porque la causa es justa. Desde luego, la causa de las mujeres es justa. La primera, y más importante, es hacer visible que en México, desde hace muchos años, éstas corren más riesgo de ser asesinadas y que el crimen quede impune; tienen menos oportunidades laborales que un hombre y más posibilidades de ganar menos por un trabajo igual. Esa realidad, tan injustificable y cierta como la desigualdad o la pobreza, no se gestó en dos años ni en 10, y el meollo no es encontrar culpables, sino hallar solución al problema.
El método de una protesta jamás será motivo de consenso. Si la discusión se centra en ese tema, no habrá encuentro ni posibilidad de solución. Las mujeres de México se han hecho escuchar. La realidad que las abruma y acecha sigue ahí. La incorporación de sus preocupaciones a la agenda pública, algo que, en efecto, no había sucedido hasta años recientes, destaca entre la gama de problemas que tiene este país. La interrogante es: ¿qué sigue?, ¿qué nos toca hacer de marzo a marzo, para que la realidad poco a poco sea otra?, ¿cómo acercamos posiciones?, ¿cómo se transforman la energía social, el enojo, la indignación y la ira en acción colectiva, en política pública, en solución de largo plazo? ¿Qué hacemos como sociedad para que el feminicidio se reduzca, la brecha de género se cierre y la responsabilidad histórica ante años de misoginia e indiferencia tenga respuesta?
Las mujeres han logrado ponerle color a un problema. Hoy sabemos que existe una agenda de inconformidad pintada de violeta. Entiendo la reacción de las autoridades que dicen “yo no soy el enemigo, soy parte de la solución”, porque es verdad. La solución de largo plazo pasa por el concierto de la sociedad con el Estado, el que detenta instrumentos, estructuras y políticas.
Por eso, lo que queda como tarea pendiente es elaborar una agenda de temas para evolucionar del reclamo feminista a la discusión de asuntos específicos que nos atañen y conviene a todos resolver.
Pongo un dato duro sobre la mesa: ¿qué sería de la economía mexicana sin la incorporación de las mujeres al mercado laboral en los últimos 40 años? La idea de un paterfamilias que mantiene la casa quedó para el baúl de los recuerdos. Hoy prácticamente no hay familia en México que no se beneficie del trabajo de una o varias mujeres. Se nos olvida que muchas de nuestras madres vivieron parte de su vida sin derecho a votar. Es decir, una condición inconcebible en nuestros días era la realidad de apenas una generación anterior. Ese es el mejor ejemplo de que los reclamos de la población femenina deberían ser materia de acción y consenso. Las sociedades tardan en interiorizar sus propios problemas, y nosotros hemos tardado demasiado en entender a las mujeres.
Hoy, que su voz se escucha, todos deberíamos preguntar qué nos toca para abonar en la solución del justo reclamo, para que la próxima generación no nos señale como omisos e indiferentes.