“Querida tía: Ya estoy de regreso. Cuando salí de viaje, no hace ni tres semanas, las jacarandas que hay en mi colonia tenían muy pocas flores, pero hoy las encontré tan tupidas, tan intensamente azules, que hasta me dolieron los ojos. Como me has dicho que esos árboles te encantan, pienso tomarles una foto. Luego te la mando. Sigue cuidándote.”
El breve recado de Antonia me devolvió a una de las más bellas experiencias de mi infancia: los recorridos que hacía con mi familia por la ciudad con el fin de conocerla, perderle el miedo, adueñarnos de ella y sentirnos menos recién llegados y más de aquí.
En una de aquellas caminatas descubrimos algo nunca antes visto por nosotros en el pueblo: el espectáculo anual que en las proximidades de la Semana Santa nos brindan las jacarandas florecidas. No sé cómo, pero de aquella primera experiencia surgió una costumbre: así como en septiembre era obligada la visita al Zócalo para ver la iluminación, en abril invariablemente dedicábamos una mañana a mirar las jacarandas.
Hasta la fecha he mantenido ese hábito, que es parte de mi conversación con la ciudad. Este año, debido al confinamiento, tendré que renunciar a ese paseo; sin embargo, por fortuna, no hay nada que me impida revivir la experiencia en el recuerdo.
II
La mayor parte de la familia había emigrado a la ciudad antes que nosotros. Nos manteníamos muy unidos porque ocupábamos distintas viviendas en la misma privada: baja, con paredes de ladrillo, estrecha y con poca luz, por las noches podía significar una amenaza para los extraños que se aventuraran por allí.
Nuestra situación económica no nos permitía tener más diversiones que las que nos brindaba, en plazas y jardines, la ciudad. Recorrerla a pie era quizás el mejor de todos los entretenimientos, pero a veces, cuando queríamos ampliar los horizontes hacia rumbos desconocidos, hacíamos “cortocircuito”. Esa práctica consistía en abordar cualquiera de los transportes públicos estacionados en la terminal (sin que importara por qué rumbos iría), permanecer en él durante todo el recorrido y bajarnos en el punto de arranque, siempre algo mareados después de un viaje que por lo general era largo.
III
El Domingo de Ramos era para todos –especialmente para los niños– un día de fiesta al aire libre que nos compensaba por adelantado de los rigores propios de la Semana Santa. Después de escuchar las clásicas advertencias para nuestra seguridad –“No se suelten de la mano”. “No atraviesen la calle sin fijarse en que no vengan coches”–, al fin salíamos de la casa, acompañados de algunos primos, y en la primera esquina esperábamos el camión que iba a llevarnos a alguna de las colonias residenciales. Al llegar, sin derrotero fijo, vagabundeábamos por las calles iluminadas con el azul de las flores desprendidas.
Recuerdo que nos deteníamos bajo los árboles más opulentos para mirar el capitel formado por sus ramas al entretejerse; recuerdo a Marcela –la mayor de mis primas– recogiendo las florecitas con que pretendía adornarse el pelo; recuerdo aquellas mañanas mágicas bañadas de una luz especial y la voz de mi madre anunciándonos el regreso a la casa, porque se acercaba la hora de comer. Recuerdo también que, ya cansados y silenciosos, volvíamos al barrio sin árboles ni flores, pero lleno de voces, de música y de vida.
IV
Una evocación trae otras. Hace muchos años, el día que llegué a la casa donde aún vivo, encontré, tirada a mitad de la calle, la rama de una jacaranda. Aunque sin demasiadas esperanzas de que retoñara, la tomé con la idea de sembrarla en una macetita que habían dejado en el patio los anteriores inquilinos.
Sin que le prodigara cuidados especiales, la rama permaneció firme y verde por más tiempo del que había supuesto. Después ocurrió lo que consideré como un milagro: le nacieron nuevos brotes. Me hice ilusiones y le pregunté a don Lorenzo –un jardinero silbador y angelical que prestaba sus servicios en varias casas de la colonia– qué podía hacer para que la rama se convirtiera, al menos, en arbusto.
Su respuesta empezó por una severa crítica a mis métodos de cultivo: “Cómo quiere que ese pobre vástago crezca si lo riega poco y está en una maceta muy chica, donde las raíces no pueden respirar. Si le parece bien, bajo el tambor que tiene en la azotea y allí lo siembro. Celebro haber estado de acuerdo.
Recuerdo a don Lorenzo con más que cariño y gratitud. Debido a sus consejos, al correr de los años la rama se ha convertido en un tronco fuerte, sinuoso, que remata en lo alto con un follaje denso. Fiel a su condición, cada año de ese árbol se desprenden flores de jacaranda que caen a mi patio, silenciosas y leves, pero cargadas de recuerdos. Hoy, gracias al mensaje de Antonia, reaparecieron matizados de azul.