La fiebre interpretativa del carácter presidencial, del talante de su coalición y del sentido mismo de sus políticas se ha apoderado del escenario. Todos somos ahora expertos en gases tóxicos y, mientras la autoridad local se desgañita en busca de una argumentación que sustente sus proposiciones, la desconfianza se nutre del reclamo vociferante de grupos y guerreras que, al parecer, quieren llevar su feminismo a los territorios de la revolución.
Supongo que todo esto, con su folklore y derivas conspiratorias, podría reclamar ser entendido como política. Si “lo personal es político”, como proclamaba el feminismo histórico, todo puede verse como propio de una actividad que muchos quieren convertir en práctica autónoma y renovadora, alejada de los tediosos teoremas de la economía y con poco que ver con el fundamento de toda actividad: las relaciones sociales; de las más elementales hasta las más complicadas; el complejo de prácticas que da sentido a lo que entendemos por economía.
El reclamo feminista porta furia e indignación legítima, pero sin asumir una pretensión casi universal que se apoderó de muchos de los discursos que inspiraron las transiciones a la democracia de finales del siglo XX. Lo que importaba era la política al desnudo, las deconstrucciones de los aparatos de dominación erigidos desde el Estado transformado por la Segunda Guerra y la Gran Depresión para abrir camino a un auténtico reclamo libertario, que veía en el Estado de Bienestar y los múltiples compromisos sociales y de clase un obstáculo para su entronización.
Una retórica singular que no se arredró al homologar la libertad económica, de comercio y competencia, con la libertad en todas sus expresiones. La privatización del sector público sería un precio simbólico que condensaba las ansias antiautoritarias que Clinton y Blair quisieron satisfacer con su imaginería sobre la tercera vía y la transformación del mundo mediante una globalización desenfrenada y la implantación planetaria del libre comercio.
Mucho se desmoronó en el camino y las crisis, varias de ellas estrepitosas, como la nuestra del Tequila o las asiáticas y la rusa, hasta la de Brasil y Argentina, no tuvieron el eco necesario. Clinton y Wolfensohn atestiguaron en Seattle la furia que dejaba la globalización en muchas capas laborales e inspiraciones culturales; los de la Montaña Mágica dijeron haber tomado nota, mientras en Génova reprimían salvajemente a los altermundistas, y los del Foro brasileño se acostumbraban a la soledad de la larga distancia.
Algo anda mal, nos dijo Tony Judt hace unos años y la lentitud de la recuperación económica de 2009 junto con sus quiebras familiares y empresariales se empeñaron en ilustrarnos sobre la gravedad del embrollo. Más que financiero, político y cultural, ideas caducas, pero obsecuentes ante los mandatos que se querían inapelables del poder.
Con la pandemia y su secuela económica recesiva, todos decimos que todo debe cambiar: desde las prestidigitaciones de la “alta finanza” hasta las fantasías de los liberistas, llamados así por Bobbio. Con sus tristes profecías sobre el endeudamiento o la inflación, la indigestión fiscal y otras monerías del recetario convencional, reciclados al calor de los rescates enormes de Biden o de las recomendaciones contracíclicas, con sabor a Keynes, que el Fondo Monetario Internacional ha puesto a circular en el mundo.
Poblada de causas con mil y un alcances, preciso testimonio de la “descentración” política de la política que trajo consigo la globalización y el fin del formato bipolar, la política renunció y se traicionó a sí misma. En este (des) concierto la política debe emerger. El nuevo feminismo y su aguerrido mensaje, encarnado en sus enjundiosas militantes que igual toman facultades de humanidades que edificios de derechos humanos, tiene que redoblar esfuerzos para darle sentido a su llamado para, ahora sí, cambiar el mundo. Esclarecer(se) la cuestión de la violencia y desde ahí precisar los términos de su relación con el Estado de derecho es fundamental. De no hacerlo, corre el inminente riesgo de desgastarse en mil y una trifulcas que no darán lugar a solución dialéctica alguna, síntesis superior ninguna, sino a mayor confusión y desgaste de sus huestes, pero también de la simpatía y solidaridad de muchas mujeres y hombres.
La violencia no puede admitirse, menos festinarse. Si se le exige a la autoridad explicaciones claras sobre su uso “legítimo”, es indispensable un compromiso inequívoco del movimiento con el rechazo a la violencia. De la rabia y la impotencia ante la cínica impunidad, habrá de encargarse el vasto convivio de almas y ánimos despertado por la firme postura de las mujeres que simplemente advierten: no más.