Hay mensajes que duelen y emocionan a la vez. El poeta e historiador zacatecano Jesús Flores Olague publicó el pasado martes en su página de Facebook lo siguiente: “El día de ayer partió de este mundo, seguramente para buscar nuevos hallazgos bibliográficos, Enrique Fuentes, amigo y promotor cultural y a quien debo la venta, cuando ninguna librería se interesaba en ellos, de mis primeros poemarios y libros de historia. Siempre le importó más la difusión que los beneficios pecuniarios, por lo que su labor fue de verdad fructífera. Por donde quiera que ahora deambules en tus pesquisas te acompañará nuestra amistad, nuestro agradecimiento y las amenas charlas y risas de tus compañeras y compañeros de la inolvidable tertulia del pollo”.
No falleció Enrique del virus de moda promovido por locutores y especialistas interesados en esparcir miedos, no en informar con veracidad. Amigos cercanos hablan de un cáncer fulminante aunque otros nos inclinamos a pensar que este mexicano magnífico acabó muriendo de tristeza, no tanto por la crisis provocada por los promotores del Covid que tanto ha golpeado a la mayoría de la población, incluidas las librerías especializadas, sino por el terrible descuido del pensamiento y de la cultura en su país, al que tanto amó.
Porque este personaje nacido en Saltillo, Coahuila, en 1939, se convirtió en verdadero faro de investigadores, bibliófilos y coleccionistas y en un ejemplo de tenaz promoción cultural desde que en 1989 adquirió, contraviniendo el pragmatismo norteño, la Librería Madero, originalmente en el número 12 de esa calle, y desde 2012, cuando el aumento de la renta la volvió incosteable, en el 97 de Isabel la Católica, esquina con San Jerónimo.
Mirada de águila y rasgos que se endurecían si escuchaba alguna sandez, conversador de lujo elegantemente sencillo, Enrique era un corazón con patas, de filoso humor y mentadas oportunas, con una visión de la cultura que rebasaba remilgos animalistas para comprar y vender incluso joyas bibliográficas sobre tauromaquia, afición que supo inculcarle su tío Pablo Pérez y Fuentes, generoso médico y taurófilo irredento.
Gracias a la acuciosidad para encontrar lo inencontrable, a su amor por los libros antiguos y a una arraigada convicción de servicio, Enrique me consiguió las ediciones originales de tres auténticos tesoros: Tauromaquia completa o arte de torear, publicada en 1836, que el diestro Francisco Montes Paquiro dictó a Santos López Pelegrín Abenamar, cuya fina pluma dejó también Filosofía de los toros, editado en 1842, y por último una de las obras del magnífico autor taurino Antonio Peña y Goñi, Lagartijo y Frascuelo y su tiempo, aparecida en 1887.
Cierto día pasé a saludarlo y de entrada el librero saltillense tuvo a bien dispararme: “Oye, necesito completar la semana de mis empleados, cuánto das por éste”, y me extendió Cantos para soldados y sones para turistas, de Nicolás Guillén, con prólogo de Juan Marinello y portada y dos grabados de José Chávez Morado, impreso en México en 1937. Dudando pero embelesado empecé a hojearlo y al llegar a la portadilla pude leer la advertencia escrita a lápiz por el dueño del lugar: “¿Cuánto quiere pagar que sea justo para usted y la librería?”. Conmovido y desarmado dije una cifra y Enrique, adivinador de pensamientos y obsesiones, respondió: “¡Échamelos!”. No supe si fue candor o gentileza.
Demasiados le debemos mucho a Enrique Fuentes, incluidos no pocos taurófilos que aún leemos. Vaya desde aquí un fuerte abrazo al personal de la Antigua Madero Librería y al delicioso grupo de los miércoles, con una copa de Caballito Serrero, desde luego.