Ha sucedido antes, todo esto. Cuando la corrupción de los príncipes y los obispos generó en los ciudadanos una nostalgia por lo perdido. Tenía que existir alguna versión de lo político que no fuera la pura fuerza, las telarañas de leyes ni la obediencia servil. Buscándola, encontraron inspiración en algún periodo de la república romana o en la vida de las comunas de Florencia y la llamaron “política de la virtud”. En el centro de ella había una certeza: la corrupción no puede prevenirse sólo con leyes y vigilancia, sino también con el carácter moral de los gobernantes y ciudadanos. Tácito lo había escrito: “Los estados más corruptos son los que tienen innumerables leyes”. Por eso, los que buscaban en la historia de Grecia o Roma –y que hoy llamamos “humanistas”– pensaron que la justicia no era una cuestión sólo de obedecer las leyes, sino de reconocerse como seres humanos. Sólo un magistrado al tanto de la poesía, el teatro, la filosofía y la historia podía impartir una justicia que no beneficiara a los poderosos; sólo un príncipe guiado por el bien general de sus gobernados podía resistirse a la debilidad del lujo, los sobornos y la avaricia. Sólo los ciudadanos que se valoraran como iguales ante las élites podían ejercer sus propios juicios. Los humanistas como Petrarca, Boccaccio, Francesco Patrizi o Leonardo Bruni quisieron emprender, vía la enseñanza de los clásicos, un cambio en los comportamientos considerados éticos y, para ello, abrieron las opciones del ingenio con episodios de nobleza en la victoria de algún general romano, los consejos de Cicerón y Séneca, o una lectura más contemporánea de lo dicho por Sócrates. Como le dice Johan a Marianne en la película Saraband, de Ingmar Bergman, su última: “Nunca fui empático. Nunca tuve la suficiente imaginación”. Para ponerse en los zapatos de otro se necesita imaginación.
No puedo evitar pensar en estos humanistas ahora que el presidente López Obrador se autodefine como tal. Alfonso Reyes y, en algún momento temprano, José Vasconcelos, buscaron también en lo clásico una respuesta a lo perdido. Mientras, los muralistas lo encontraban. No se trataba sólo de rescatar historias ejemplares sobre lo justo, lo prudente, lo sabio, sino de una forma distinta de mirar lo público. En el tiempo de la nostalgia por Roma, la idea fue crear una cultura anti-corrupción. Las ciudades italianas veían crecer las tiranías de banqueros, mercaderes y mercenarios, mientras sus tierras eran invadidas por poderes extranjeros. A ello, se le añadió la epidemia de la “peste negra” que vació ciudades enteras. Nadie se preocupaba por los demás ni por los principados donde vivían. Ante esto, Petrarca, consejero de príncipes, y Boccaccio, recaudador de impuestos, reaccionan. Primero, demostrando que la autoridad no era sólo un producto de los títulos o de la pertenencia a ciertas familias de las élites, sino algo que debía forjarse de cara a la felicidad de los ciudadanos. Aunque el término república que usaron los humanistas no coincide con el exclusivismo con que hoy lo utilizamos, su idea es antecedente de Rousseau porque demuestra que, sin importar si eras campesino, artesano o soldado, podías tener virtud política, sabiduría para impartir justicia y preocupación por el bienestar de los demás. No la tenían tanto los que habían nacido en sábanas de seda, rodeados de sirvientes y de elogiadores; los hijos de la élite carecían de experiencias del dolor y la injusticia. Tenían que cubrir esa falta con lecturas. La idea humanista era preguntarse por el propósito del ser-en-la-tierra y ampliar el autoconocimiento para no caer en la “bestialidad”, es decir, en la violencia y la corrupción políticas. De Cicerón recogen la frase clave: “No nacimos para nosotros mismos, sino para nuestras familias, amistades y patrias”. De ahí que quienes se han servido del gobierno no saben para qué han nacido. Se requiere un cambio de mentalidades, de corazones y mentes, para restaurar las repúblicas y, en el fondo, crear de nueva cuenta la idea de lo que significa ese “animal político” de Aristóteles que sólo podía completar su humanidad en lo público, la deliberación y la construcción de su ciudad. Siguiendo la Retórica, los humanistas encontraron en los filósofos griegos tres formas de lograr sus objetivos: elogiar a los ciudadanos por encima de sus méritos, para provocar su mejoramiento; recordarle machaconamente a los gobernantes las altas expectativas que sus pueblos tenían de ellos, y condenar con el escarnio público a quienes se habían corrompido para sepultarlos en la infamia eterna. Como escribe Albert Hirschman: “Los humanistas pretendían neutralizar las pasiones y los apetitos corruptos, el deseo de lucro personal o de venganza, estimulando una pasión compensatoria: el deseo de honor y de reconocimiento social”. Este núcleo de la cultura anti-corrupción tenía como dispositivo la elocuencia, es decir, no sólo el arte de persuadir sino la integridad de quien la expresaba. La estrategia de la reforma política que inició Petrarca y terminó con Maquiavelo usó dos virtudes: el carisma moral y la sabiduría práctica. Esas son también las armas de las mañaneras. Para inspirar a los ciudadanos a servir a la república, los humanistas no usaron para su definición ni la residencia ni el origen familiar, sino otro criterio: si había sido benéfico para su ciudad, si había empeñado dinero o trabajo en servirla.
No obstante sus esfuerzos, las políticas de la virtud fracasan con Maquiavelo. Él inaugura una forma derrotada de ver lo público donde no existen ya la gloria por alcanzar el bien sino la necesidad de conservar el poder. Para él, todo será una táctica, hasta la honorabilidad. Es la idea de la política que hasta la fecha tenemos: su éxito es la estabilidad y la expansión de sus territorios. Los medios para proteger al Estado no serían nunca más mediados por los comportamientos éticos, ahora ajenos a la desnuda necesidad. Pero la fortuna en lo público siguió tan incierta como al inicio de esta historia. De todos los pronósticos que hizo Maquiavelo creyendo dominar una ciencia inexistente –la política–, ninguno se cumplió.