Confieso que cuando ingresé a la Academia Mexicana de la Lengua, como miembro correspondiente en el Estado Libre y Soberano de Jalisco, me sentí muy honrado, principalmente por muchos de los nombres que forman parte medular de ella, mas no por tener conciencia plena entonces de la importancia misma del trabajo que se lleva a cabo en dicha institución.
Tal vez haya sido culpa mía no haberme esforzado más… tal vez haya una cierta culpa centralista por no difundir mejor lo que en ella se hace fuera de la capital. Supongo, por otro lado, que haber sido invitado en mi condición de provinciano a representar en mi solar a dicha institución, respondió también a una apertura de sus miras y, precisamente, a un mayor interés de los dirigentes por incrementar su presencia a lo largo y ancho del territorio nacional.
No deja de ser una ironía que la pandemia me haya acercado más a la meritoria institución. Asistir a sus reuniones no resulta tan fácil como ahora lo es “desde la comodidad de su hogar” o “virtualmente” como se suele decir. He logrado hacerlo ya varias veces y siempre ha resultado una experiencia muy enriquecedora, pero la última superó con creces las expectativas, pues me tocó “estar presente” en el Informe anual que rindió su director, Gonzalo Celorio, lo cual me permitió darme cuenta cabal de la enorme riqueza e importancia de lo que ahí se hace todos y cada uno de los días, muchas veces con excesiva discreción y sin cacarear de manera suficiente los logros. Y lo que resulta también extraordinario es lo poco que le cuesta al erario.
Resultará muy difícil encontrar “mano de obra” tan bien calificada a un costo así de bajo… es en verdad impresionante caer en la cuenta de todo lo se hace con tan pocos recursos. El secreto es la buena voluntad de los miembros numerarios que se la “rifan como los buenos”.
No voy ni siquiera a intentar hacer una síntesis ni una selección de lo más importante de que habló Celorio. Cierto es que él mismo hace las cosas muy bien, pero cabe subrayar que también cada una de las piezas del engranaje tiene enorme valor. Sí, en cambio, me gustaría contagiar al lector la grata impresión de que, a veces sin que se note, es mucho y muy importante lo que se hace en esa noble y añeja Casa que, por cierto, en medio de miserias y pandemias, recuperó su vieja y prestigiada sede de la calle Donceles y, desde el corazón mismo de la Ciudad de México, alimenta y organiza la lengua que hablamos casi todos los mexicanos.
Cabe felicitar a uno que otro funcionario público del gobierno federal que supo escarbar en las arcas para encontrar algunos centavitos extras que evitaron el desastre mayor y coadyuvaron a mantener la institución a flote, más conviene también alentar a que otros que se han visto más tacaños pongan su grano de arena. Pero la porra mayor se la merece la directiva de la Academia por haber sabido sacar fuerzas de flaqueza y hasta haber sabido jalar unos buenos pesos de organismos internacionales gracias a su prestigio y su diligencia.
El informe que tuve el privilegio de escuchar revela dos cosas: entusiasmo y calidad, pero si no hay más respaldo financiero tampoco podrá aprovecharse en la medida que corresponda el espléndido trabajo de la directiva de la dicha Academia que, vale la pena tenerlo presente, supera con creces al de casi todas las “academias” de la lengua que están esparcidas por éste y otros continentes.