El 8 de marzo, miles y miles de mujeres marcharon en diversas ciudades del país para exigir un alto a la omnímoda violencia de género, que tiene en el feminicidio, la violación y el acoso sus expresiones más visibles, pero que se difumina en un conjunto de expresiones agresivas y lesivas para las mujeres y que está sostenida en estructuras políticas, económicas, sociales y culturales lamentablemente sólidas.
Este legítimo clamor quedó aplastado por la extrema violencia de un grupo de provocadores que se empeñaron en introducir al Zócalo objetos para agredir –de ahí los encapsulamientos de algunos de esos grupos por parte de la policía–, vandalizaron comercios en el camino y, una vez en la plaza, emprendieron una furibunda ofensiva contra la valla de contención instalada alrededor de Palacio Nacional; una vez que lograron derribar algunos de sus tramos, la emprendieron a martillazos, tubazos y bidones de gasolina contra las mujeres policías situadas atrás de la valla. Su insistencia en provocar una reacción violenta por parte de las fuerzas del orden fue tan evidente como infructuosa.
Fue inocultable que la oligarquía desplazada de la Presidencia trató de instrumentar para su causa la gesta de las mujeres y que se buscó presentar al gobierno de la Cuarta Transformación no sólo como misógino, sino también como represor. En los días siguientes diversas colectivas feministas se han deslindado de la provocación y la violencia y se han distanciado de la insostenible justificación de la agresión en función de los agravios –indudables y exasperantes– que día a día padecen las mujeres en el país, y que colocan a muchas de ellas en una situación de peligro de muerte. Esa construcción fue pasando de la correlación entre feminicidios y pintas en las paredes de monumentos (“lo segundo no es grave”) a la comparación entre feminicidios y quema de policías (“lo segundo es irrelevante”).
Las aguas retomarán su cauce y terminará por entenderse que la derecha (incluida la que se cobija en organizaciones civiles) no es, no ha sido y no puede ser feminista, así como no es ambientalista ni favorable a los pueblos originarios. Ni el gobierno es misógino ni la lucha por la plena vigencia de los derechos de las mujeres es antigubernamental: seguirá desarrollándose en todos los ámbitos del quehacer nacional, en todas las instituciones y también, desde luego, en la 4T, donde hay sin duda cargas de misoginia y machismo, como no podría ser de otra manera en un movimiento representativo del país en que se desenvuelve. Lo lamentable del episodio es que las marchas no lograron colocar en el foco del interés público los asuntos primordiales –derecho a una vida libre de violencia, derechos reproductivos, igualdad sustantiva–; lo visible y mediático terminó siendo, en cambio, la provocación violenta.
Otro asunto: la despenalización de la mariguana con propósitos recreativos abrió la oportunidad de poner en el debate nacional la esencia del problema de las drogas, que no es otra que la alternativa entre libertad y prohibición, en la que la primera se plantea como combate a las adicciones y la segunda, como lucha contra el narcotráfico. El proceso en la Cámara de Diputados terminó enredándose en un debate absurdo sobre cantidades permisibles y culminó con una despenalización parcial y pacata.
Muchos consumidores están de plácemes porque lograron el derecho a sus 28 gramos sin ser criminalizados y los conservadores piensan que se logró evitar que se abriera la puerta a un narcotráfico legalizado, pero la legislatura se centró en lo policial en lugar de enfocarse en lo esencial y desperdició la ocasión de abordar preguntas fundamentales, así fuera para abrir una necesaria discusión nacional: ¿debe poseer el Estado la facultad de determinar qué pueden y qué no pueden consumir los ciudadanos, y en qué cantidades? ¿No es tremendamente hipócrita que la legislación y la moral acepten como lícito el alcohol en el volumen que sea y que se impida, en cambio, el libre acceso a otras sustancias igualmente nocivas en lo personal, lo familiar y lo social? ¿Es correcto que los solventes inhalados ni siquiera aparezcan en las estadísticas sobre drogas porque son legales? ¿No mata a más personas el consumo inmoderado de azúcar refinada que las sobredosis? ¿No es más sensato educar, prevenir y tratar las adicciones que convertir un problema de salud pública en una crisis de seguridad pública?
La intensa politización de todos los asuntos –entendible en un contexto en el que la oposición reaccionaria no tiene nada que proponer, salvo insistir en el afán golpista contra el actual gobierno para reinstaurarse a sí misma en el poder, con todo y sus miserias– hace que se pierdan de vista las esencias de los problemas.
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