La Cámara de Diputados aprobó el miércoles en lo general la Ley Federal para la Regulación del Cannabis, que permite a los adultos la posesión para el consumo personal de hasta 28 gramos de mariguana y autoriza la producción con fines de autoconsumo. Lo avalado también abre la puerta a la producción con fines industriales y de investigación, y regula toda la cadena de producción, distribución y venta, con lo cual se esperan grandes beneficios en términos de recaudación fiscal, así como frenar el narcomenudeo, el narcotráfico y la delincuencia organizada.
Horas después, durante la discusión del texto en lo particular, Morena introdujo cambios para establecer penas por posesión de la droga sin autorización: a partir de 29 y hasta 200 gramos se considerará falta administrativa y se sancionará con una multa y arresto; a partir de 201 gramos y hasta cinco kilogramos se aplicará, además de multa, prisión de 10 meses a cuatro años, y a partir de cinco kilogramos se considerará como narcotráfico. A ello debe añadirse la existencia de todo tipo de restricciones y permisos que complican el disfrute del derecho que se pretende habilitar, al tiempo que crean una pesadilla jurídica en la persecución de las eventuales transgresiones. Los consumidores han ganado, sí, un espacio legal, pero ambiguo y riesgoso
En el afán de conciliar intereses contrapuestos –los de los detractores y los promotores de la legalización de la mariguana– la ley devuelta al Senado presenta contradicciones e inconsistencias y en el proceso de su aprobación se eludió el que habría de ser el punto central del debate: si el Estado puede arrogarse de manera legítima la atribución de dictar a los ciudadanos qué sustancias pueden consumir y cuáles no. Por añadidura, al establecer sanciones administrativas o penales, la legislación se mantiene en el paradigma prohibicionista que se pretende superar, y poco abona al tránsito hacia un enfoque de combate a las adicciones basado en la educación, la prevención y el tratamiento desde una perspectiva de salud integral.
El hecho es que resulta insostenible prohibir el cannabis u otras de las coloquialmente llamadas “drogas” cuando se tolera una amplia gama de sustancias o prácticas adictivas y potencialmente dañinas: desde el azúcar refinado hasta el tabaco y el alcohol, así como la industria de los juegos de azar, generadora de ludopatías.
Los argumentos que apuntan a justificar este sinsentido por motivos de salud pública, de moralidad o una manida “defensa de la juventud y la infancia” se revelan falaces e hipócritas ante la realidad de que penalizar y perseguir la producción, distribución, comercialización y posesión de drogas no sólo no ha reducido en grado alguno el consumo de dichas sustancias, sino que ha creado nuevos problemas, como la violencia extrema que azota a amplias franjas de México y otros países. En efecto, debe recordarse que el repunte de la criminalidad asociada a los estupefacientes no proviene de los consumidores, sino de las estructuras delictivas que han medrado con un modelo de negocio basado, precisamente, en el carácter ilegal de su mercancía.
El prohibicionismo vigente no se finca en razones científicas ni en consideraciones sobre salud pública, sino en las presiones de Washington para la aplicación extraterritorial de sus leyes, en una moral oscurantista e hipócrita de ciertos sectores sociales y en el respaldo de intereses económicos inconfesables.
Desde luego, el Estado no debe renunciar a sus facultades para velar por la salud y el orden públicos, ni debe tolerarse que se promueva el uso de la mariguana o cualquier otro estupefaciente, pero sí aceptar que las adicciones y el narcotráfico son problemáticas distintas, con causas y consecuencias fácilmente diferenciables, por lo que confundirlas y abordarlas con un mismo paquete de medidas resulta contraproducente e incluso nocivo para los consumidores y el conjunto de la sociedad.