De aquello que Dulcinea nunca pudo decir…
Es bueno iniciar todo texto con una pregunta. ¿Todo texto? Más valdría decir una vida. ¿No es la vida una pregunta? Mas, ¿cuál fue la pregunta de Dulcinea? ¿Qué enigma se esconde detrás de ella? Parece que ella misma se erigió en pregunta, en incógnita, en la pregunta no contestada de don Quijote. Pero, ¿fue ese el destino que ella escogió, ser tan sólo una fantasía, una Antígona en la Mancha?
Dulcinea trascendió el tiempo y el espacio, buscando nuevas leyes para dejar de ser sólo una quimera, una ilusión, una pasión impronunciable, midiendo su tiempo en relojes de arena, escapando de la certera saeta que le hería el alma, condenada a ser sólo eso: una quimera.
Exiliada de su cuerpo y de su alma, juega un mítico papel, paradoja de la esencia de la mujer: ahogar entre encajes virginales, pasiones terrenales. Plegarias, rezos, nazarenos, penitencias y oscuras catedrales han sido la cruel y despiadada sepultura de la voluptuosidad y del deseo. Heridas milenarias infligidas a un alma y un cuerpo que no escogieron ese triste destino. Murallas y claustros donde sus almas se estremecieron, voces milenarias que claman justicia, dolor y silencio enraizados en los muros, fantasías y sueños que nunca vieron la luz.
Dulcinea demanda, condena, se vuelve síntoma de don Quijote, y espera, tan sólo espera, esa mirada, esa palabra libertadora de las cadenas de la exclusión y de la inexistencia. Ansía la huida, la reclama con desesperación, no se resigna a ser condenada a lo impronunciado. Reclama una mirada donde pueda mirarse mujer de carne y hueso, cálida entraña y caricia suave, nocturnas pasiones y humedades al alba, amante encendida y no virgen de hornacina.
Sí, Dulcinea ama. Pero no se resigna al silencio.
(Ver Cueli, José, Entre el delirio y el sueño, Editorial La Jornada.)