Marzo le gustó sin saberlo a Enrique Fuentes Castilla. De Saltillo, Coahuila, a la Ciudad de México, con numerosas escalas, el tiempo fue un concepto infinito que guardaba como juguete no ajeno a su sonrisa en algún bolsillo de su ropa y más tarde en algún cajón misterioso de la Librería Madero.
Nació y murió en marzo, pero vivirá por siempre gracias a una serie de cualidades que su amabilidad y su sabiduría amplificaban día con día en el Centro Histórico de la Ciudad de México, en las calles de Madero y más tarde en la Casa de la Acequia, en la esquina de San Jerónimo e Isabel la Católica, donde por cierto nació don Daniel Cosío Villegas.
Conocer a Enrique Fuentes Castilla es un decir. Uno lo quería, lo admiraba, lo buscaba, conversaba con él con inmenso gusto. No estoy seguro de haberlo conocido del todo. Acaso en el momento más sombrío, en el aciago 2004 bajo la esperanza de Mariano, uno –todos– tuvimos oportunidad de saber de qué madera estaba hecho este gran mexicano. Enrique dio una lección que no hay forma de olvidar.
Subrayo la idea porque su librería, la Madero, fue –es, y seguirá siendo gracias a Andrea– un monumento a México, a algo que espiritualmente es la nación mexicana.
Tengo una cantidad de noticias, anécdotas y añoranzas de gratitud para y con Enrique Fuentes. Desde niño, los libros y las librerías del centro fueron un territorio íntimo. Pero creo que Enrique Fuentes adquiere un valor único. Estoy seguro que Adolfo Castañón y Vicente Quirarte lo dirán inmejorablemente en los días por venir.
Junto con Victoria San Vicente, las visitas a la Madero tenían el doble gusto de encontrar maravillas, verdaderos hallazgos, así como platicar con Enrique. No era infrecuente que nos tuviera libros apartados, y era una fortuna coincidir con otros amigos de Enrique, lo que animaba la conversación.
Es curioso, amigos míos asiduos a las librerías de viejo, no necesariamente gustaban de ir a conversar, pero estoy seguro que fuera de las órbitas del mundo académico, la Librería Madero es –gracias a don Enrique– un centro, un lugar de referencia para mucha gente en toda la República. No una república de las letras, sino para una nación universal que habita la curiosidad de la historia y la memoria.
He laborado toda mi vida con la memoria como materia de trabajo, en archivos y bibliotecas. Pero Enrique Fuentes hacía de los libros una manera en la que las cosas del pasado, los tesoros de lo mexicano, fueran materia cotidiana.
Su sabiduría, su sonrisa, sus bromas, sus infinitas conexiones entre personas reales e imaginarias, permitían saber que una de las ciudades invisibles que no registró Calvino, se llama Librería Antigua Madero, se llama con el nombre propio de Enrique Fuentes Castilla.
Una ciudad visible –la letra impresa– es gracias al gran maestro Juan Pascoe. El vínculo y la amistad entre Juan Pascoe y Enrique Fuentes debe dar lugar a un capítulo relevante de la cultura mexicana. En la vitrina de la Madero, el Taller Martín Pescador es una presencia luminosa.
No hay manera de extrañar a Enrique Fuentes. Su presencia es total.
* Director adjunto de la Asociación de Apoyo a Bibliotecas y Archivos Públicos