Hay palabras que provocan reacciones ante las cuales hay que tener cuidado: socialismo y comunismo son dos de ellas, pero no las únicas. A una y otra se les ha añadido por años connotaciones que no están insertas en su original definición. Son adherencias que las hacen de difícil asimilación entre grandes conjuntos humanos. Detrás de ellas se apiñan miedos, prevenciones, complejos intereses, peligros, insultos, arraigados prejuicios y discutibles ventajas en su empleo. La más contaminada de las dos es “comunista”. Pero “socialista” también atrae animosidades varias que dificultan su aceptación.
Aunque, a fechas próximas, sus áreas más rasposas se han ido lustrando en el trajín cotidiano que le han dado algunos partidos políticos. La valiosa colaboración y trabajos que hombres y mujeres, afiliados o practicantes de tales posturas, inclinan a la sociedad a una mejor comprensión y tolerancia. Incluso gobiernos, que adoptaron, si no todos sus contenidos, sí usan ciertos lineamientos como título, origen o destino. En el mismo corazón estadunidense el socialismo ha entrado por una puerta que se puede llamar adyacente (B. Sanders). Al haberlo adoptado en su intento de llegar a la cima, este popular candidato presidencial lo introdujo con valentía. De varias maneras, empero, la palabra socialismo aún reciente temblores en buena parte de la ciudadanía de ese central país.
La cruenta lucha de poder instalada desde el siglo pasado entre la llamada civilización occidental y el imperio soviético marcó al comunismo con caracteres incendiarios y discutibles ventajas. En su centro neurálgico llevó desde un inicio la abolición de la propiedad privada, sobre todo la de los medios de producción. Fue un ataque al individualismo y la sacrosanta propiedad personal. De parecida manera a como el socialismo se refiere a las masas y su capacidad para impulsar el desarrollo, en el comunismo se encarnaba la misma historia. Al apuntar hacia tales fronteras se situaban en regiones inaccesibles a la libertad, predicada ésta a la manera de escoger entre opciones. Era y es una concepción ajena a los intereses de poderes fincados en una serie de libertades: de comercio, de tránsito, de pensar, expresarse y demás. Es aquí donde el capitalismo y sus estribaciones actuales ha encontrado vetas de ataque y defensa contra sus odiados rivales ideológicos.
Pero, en adición a conceptualizaciones de corte sociofilosóficas o incluso políticas, al comunismo se le estigmatiza por su alegada arbitrariedad, autoritarismo y feroz tiranía que porta en sus alforjas. Sus dirigentes, donde se había instituido en modo de gobierno y vida en común, eran igualados al mismo mal. Seres de los que había de alejarse, de resguardarse, porque amenazaban con imponer, por la fuerza, su aceptación y proyectarla al mundo entero. Para la defensa y salvaguarda ante tan horrenda posibilidad estaban los capitalistas con sus modos productivos eficientes, sus religiones salvadoras, sus democracias controladas y sus aguerridos y bien pertrechados militares.
El comunismo, rezaba el eslogan propagandístico, incluía una torcida moralidad pecaminosa. En verdad se asumía como oscura y extendida conducta sexual que mucho turba a la derecha. Este último elemento, la sexualidad, fue y todavía es utilizado como ingrediente ponzoñoso. Algo de ese impulso motivacional subsiste en el trato socialista, sobre todo cuando proviene o afecta a sectores con doble moral. En el fondo, la defensa de privilegios ante posturas que sostienen la necesidad de ir tras la igualdad social forma una corriente poderosa y arraigada. Los disfraces que se adoptan ante la inconveniencia de apostar por eliminar o, al menos, paliar las desigualdades, son muy variados. Algunos de ellos son eficaces, sobre todo para atraer a capas poblacionales sensibles al tema de la seguridad.
Un concepto ligado a los dos anteriores y predicado en muchas de sus declinaciones es el de “cambio”. De inmediato se previene contra su práctica, tanto en las relaciones socioculturales como en la política o la actividad productiva. Pues conlleva, sostienen interesados en evitarlo, costos que, en no en pocas ocasiones, llegan a ser prohibitivos. El cambio, empero, tiene también una fuerza interna que le preserva de las muchas adherencias que lo puedan inmovilizar. Ante situaciones inconvenientes el cambio se inserta como el elemento dinamizador de la vida pública. Aporta rumbos, mecanismos y soluciones que permiten avanzar y mejorar. En su estirpe acarrea herencias del socialismo que lo hacen un motor exigible para acercarse a la igualdad. Es, en muchas formas, su linaje de izquierda lo que le otorga la legitimidad para atraer apoyos masivos y plantarse, con éxito, ante distintas alternativas de régimen. Abogar por el cambio de régimen es, también, cosechar rivales, enemigos incluso.