Los seres humanos somos la única especie sobreviviente de las 10 que existieron del género Homo. Hoy, la humanidad se encuentra amenazada de manera doble: por la crisis del clima (macroamenaza) y por la pandemia del Covid-19 (microamenaza). Para complicarlo aún más un tema que reiteradamente se soslaya o ignora es que los miembros del famoso Homo sapiens (el “mono sapiente”), es decir, nosotros, no siempre y quizás muy poco, se comportan de forma racional. Por el contrario, las creencias (es decir, los deseos, ilusiones, suposiciones e intereses) tienden a imponerse a los conocimientos, generando una falsa imagen de la realidad, algo que no ayuda mucho en una situación de emergencia como la actual, cuando más necesitamos del pensamiento objetivo. En realidad esta problemática surge de la aceptada desarmonía entre la emoción y la razón, entre el sentir y el pensar. Entre los variados intentos por explicar esta situación destaca la “teoría de los tres cerebros” desarrollada por el neurocientífico Paul MacLean entre 1949 y 1964. Según ese autor, el cerebro humano está anatómicamente formado de un cerebro primitivo de origen reptiliano, uno medio ligado a los primeros mamíferos y uno propiamente humano donde se realizan las funciones más complejas y abstractas (incluido el lenguaje), los cuales por un “error de diseño” no se encuentran completamente integrados. Esta falta de acoplamiento, se argumenta, surge del ultrarrápido desarrollo, complejización y crecimiento del cerebro humano que en 1.7 millones de años pasó de unos 850 centímetros cúbicos ( Homo habilis) a mil 500 cc ( Homo sapiens).
Los avances de las neurociencias, que son muchos, permiten conectar los fenómenos neurológicos con los mentales, lo cual facilita la comprensión de los comportamientos humanos (dimensión sicológica) y éstos con los procesos culturales, sociales y políticos. En este contexto se deben explorar las actitudes dogmáticas y sectarias que complican aún más el panorama de la sociedad contemporánea. Todos los avances sociales, culturales, tecnológicos y cognitivos de la civilización moderna continúan sujetos a los comportamientos irracionales que generan las religiones, las ideologías políticas, los fanatismos, las subjetividades diversas. Walter Riso ha realizado un excelente recuento de ello en un libro accesible: El poder del pensamiento flexible (2007): Una mente dogmática es aquella que vive anclada a sus creencias de manera radical, las cuales considera inamovibles y más allá del bien y del mal… “una mente sectaria es la que compagina el dogmatismo, el fundamentalismo y el oscurantismo en un estilo de vida destinado a estancar el desarrollo humano y personal”. “El dogmatismo es una alteración del pensamiento que consta de tres elementos: (a) un esquema disfuncional: ‘Soy poseedor de la verdad absoluta’; (b) el rechazo a cualquier hecho o dato que contradiga sus creencias de fondo, y (c) la negación de la duda y la autocrítica como procesos básicos para flexibilizar la mente. El dogmatismo es una incapacidad de la razón que se cierra sobre sí misma y se declara en estado de autosuficiencia permanente. La natural incertidumbre es remplazada por una certeza imposible de alcanzar”.
Hoy, dos ejemplos tangibles de lo anterior son los 71 millones de estadunidenses que votaron por D. Trump, y los 49 millones de brasileños que lo hicieron por J. Bolsonaro, dos sicópatas dogmáticos que carecen de valores humanos. Frente al pensamiento dogmático existe el pensamiento crítico, que siempre ha existido y que hoy encuentra su mayor enclave en una “ciencia con conciencia”. Podemos definir de manera general al pensamiento crítico como el proceso mediante el cual se usa el conocimiento y la inteligencia para llegar de forma efectiva a la postura más razonable y justificada sobre un tema. Ello implica reconocer y evitar los prejuicios, identificar y caracterizar los argumentos; evaluar con rigor las fuentes de información, y finalmente ponderar todas las evidencias para tomar una decisión lo más correcta posible. Las instituciones religiosas, políticas, ideológicas, militares, financieras e incluso científicas (el llamado “cientificismo”) rechazan el pensamiento crítico porque amenaza las relaciones de poder y dominio que buscan mantener.
La humanidad se encuentra en una encrucijada y para salir de ella se deben tomar de manera colectiva decisiones correctas. Tres de los más grandes pensadores del siglo XX –Arthur Koestler, Erich Fromm y Edgar Morin– ya nos habían advertido en sus lúcidos textos del peligro que representa esa predisposición del ser humano a la autodestrucción en una sociedad hipercompleja básicamente inestable e insana. Como nunca en la historia, hoy necesitamos del pensamiento crítico, capaz de neutralizar los instintos suicidas que lamentablemente aún dominan al mundo.