La historia de la humanidad ha sido aún más dificultosa porque el ser humano se niega a convencerse de lo evidente, no obstante su capacidad para confirmar la veracidad de las cosas y de las personas, ah, y ahora de su relación con los animales. Pero como esa confirmación rebasa sus expectativas y contraría sus deseos, sigue anteponiendo éstos y sus temores al empleo cotidiano del razonamiento, del sentido común, de una alerta jerarquización de verdades. Añádanse genes, manipulaciones y ambiciones varias y se tendrá la explicación de su arduo peregrinar por el planeta. Así, con motivo de la pandemia y pretexto del confinamiento las personas, no todas, claro, pueden comprobar infinidad de hechos, entre otros, que estar encima de la pareja no equivale necesariamente a hacer el amor, o que la bendecida familia se convirtió en pleitos continuos porque ninguno de los miembros sabe convivir en casa todo el tiempo todos los días, o que esa violencia intrafamiliar no conoce edad ni género, o que casarse, tener hijos y trabajar como burro no es la única forma de “realizarse”, o que la educación en línea ha resultado tan impositiva y tediosa como la presencial.
También, una realidad que el exitismo y el consumismo intentaron borrar de la conciencia colectiva, hoy tan neurotizada como antes o más: que la especie humana es por naturaleza “perdedora”, no sólo en el sentido de fracasos, frustraciones y metas poco realistas de acuerdo con parámetros del sistema –tener y acumular para ser y respirar–, sino en cuanto a la permanente privación de lo que se tenía o se creía tener por tiempo indefinido. Sin embargo, la vida, indiferente y misteriosa, nos despierta a diario de ese sueño y nos arrebata sin remedio lo que suponíamos propio, desde nuestra salida del vientre materno hasta el arribo de La Puntual, por inoportuna o desalmada que pueda parecernos, pasando por la pérdida de familiares, amigos, empleos, lugares, objetos, inconfesados afectos, partes del cuerpo o la frágil salud, incluidas opacas pandemias cuya más reciente promesa de inmunidad es ¡vacunarse! Ahora, esta incesante y agobiante acumulación de pérdidas individuales y colectivas requeriría, por lo menos, una reflexiva elaboración del correspondiente duelo que atenuase el dolor, recurso que la industria de la salud, la basura televisiva y las religiones no están dispuestas a emplear.