Presentemos unos números básicos de nuestra transición energética –poco más de 25 años, al 2050–. Por lo pronto, hoy la electricidad satisface 19 por ciento de nuestros requerimientos finales de energía.
Una perspectiva virtuosa –en todos los terrenos– obligaría a lograr que en los próximos 25 años la electricidad alcanzara a resolver, al menos, un 40 por ciento, con el transporte colectivo eléctrico por delante y con grandes líneas ferroviarias de personas y mercancías.
Obligaría al sector eléctrico a crecer al doble del consumo nacional de energía. El que, por cierto, debe disminuir por unidad de producto. Si este consumo final creciera entre dos y tres por ciento al año, la electricidad debiera crecer entre cuatro y seis. Así, en 2050 se alcanzaría el doble de la participación actual en el consumo final de energía, cerca de 40 por ciento, pero esto no puede sustentarse en una generación en la que dominan los fósiles y contaminantes, petrolíferos, en gas natural y en carbón. Menos si no los tenemos. No.
El volumen de emisiones de la industria eléctrica no puede continuar siendo el mismo por unidad generada. Debe disminuir. Por eso urge una electrificación más –mucho más– intensa. No sólo por la mayor eficiencia que se puede lograr, también por la mayor limpieza que permitiría la sustitución –adecuada y realista– de fósiles por energías limpias y renovables.
Esto se traduce en retos “tremendos”, metas realmente ambiciosas para el bienestar social. ¿Por qué?, porque no sólo se trata de una electricidad con un dinamismo anual del doble del de la energía global, sino con un dinamismo aún mayor al de la electricidad en la generación con limpias y renovables.
Nos enfrentaríamos a crecimientos del orden de 10 por ciento al año, lo cual no sólo exige dinero, ante todo acuerdos sociales y orientación de políticas públicas. Acuerdos sociales de los pobladores donde hay viento y sol, pues hay testimonios, muchos, de violencia y falta de respecto a las comunidades.
¿Qué se lograría?, que la matriz nacional de energía no sólo se electrificara, sino que lo haría en un proceso sustentado en acuerdos sociales y en una participación creciente de limpias y renovables. Lograríamos “limpiar” al máximo el consumo final de electricidad y un poco la matriz energética nacional, con más eficiencia y menor consumo –al menos relativo, aunque debía ser absoluto– de recursos fósiles, no renovables y contaminantes.
Sin ingenuidad: las renovables tienen altos costos de inversión, tienden a disminuir, pero son altos. Son, además, intermitentes, volátiles, inciertas y requieren respaldo, lo que técnicamente es un gran reto. Además, atención a los problemas que generan en las redes. Exigen inversiones transparentes, bien cuantificadas. No se puede caer en una falsa o incompleta defensa. Eso, además, exige hacer explícita la llamada “huella de carbono”. No contaminan cuando operan, pero antes y después hay registros que nos obligan a ser precavidos, y hay también afectaciones aparentemente imperceptibles a corto plazo, pero de esto comentaremos pronto.
Me aseguran compañeros especialistas en renovables: “no se pueden defender sin racionalidad, sin crítica y sin una reflexión más objetiva y acuciosa”. Y en ese marco establecer adecuada e integralmente sus costos y beneficios, y eso sin entrar todavía al delicado asunto de que viento y sol son –según dice la Constitución– recursos propiedad de la Nación.
De veras.